Como van las cosas, una de las víctimas del virus puede ser la democracia. El sorpresivo surgimiento de la epidemia y, sobre todo, su rápido desarrollo exponencial sorprendió a todos los gobiernos y sacó a la luz las limitaciones y dificultades para enfrentarla. Por muchas razones, en los regímenes democráticos esas limitaciones se hacen más evidentes y son más difíciles de superar. El gobierno de un sistema totalitario, como el que rige en China desde hace más de setenta años, no tiene que detenerse a considerar si las medidas tomadas en nombre de la salud de la población violan los derechos de esa misma población. Tampoco tiene que preocuparse por las reacciones que pueden provenir de otros lados –de partidos, organizaciones políticas o de la propia sociedad–, porque esos lados simplemente no existen. Sin derecho a la voz, la persona, y con ella las agrupaciones, desaparecen de la realidad. Mucho menos tiene que enredarse en trámites y procedimientos, desde la declaración de estado de excepción (porque esa es la condición permanente), hasta la movilización de personal y la utilización de recursos.

Ese conjunto de factores va generando en amplios sectores de la población una peligrosa idea de eficiencia de los regímenes autoritarios. Las consideraciones sobre la salud y la vida propia se imponen a principios que son básicos para la convivencia, como el goce de la libertad y el pleno ejercicio de los derechos. Una epidemia como la que estamos viviendo condiciona todo al aquí y al ahora. Es inevitable que ocurra así porque es, literalmente, cuestión de vida o muerte. El futuro pasa a contarse en las horas o en los días que cada persona y sus allegados logran sobrevivir.

Pero cabe preguntarse si hay formas de romper ese fatalismo que golpea a los gobiernos democráticos y que dejará profundas huellas en los sistemas políticos en que estos se desempeñan. La respuesta es positiva. Básicamente, hay una forma, que es el trabajo conjunto del más amplio espectro de organizaciones políticas y sociales. Por las propias limitaciones señaladas antes, no se puede dejar el problema únicamente en manos de los gobiernos, sobre todo cuando estos presentan una debilidad congénita, como es el caso ecuatoriano (que puede verse en el espejo de los gobiernos endebles de España e Italia). La conformación de una instancia de definición, ejecución y seguimiento de políticas debió ser el primer paso, incluso antes de que se decretara la cuarentena. Hubo llamados en ese sentido, pero se impusieron los cálculos de las parcelas de poder.

Un paso de ese tipo es necesario no solamente para enfrentar el problema inmediato –básicamente reducir los efectos en número de contagiados y muertos–, sino para sentar otras bases para el futuro. Es imperioso evitar que la opción por el autoritarismo, que está ganando terreno en amplios sectores sociales, quede instalada como la preferencia predominante. Es una atracción seductora en momentos de desesperación, pero sería fatal si llegara a enraizarse como ha sucedido en varios países. Aún hay tiempo para evitarlo. No se ve la voluntad.

(O)