La concentración en Guayas y particularmente en Guayaquil de la enorme mayoría de personas contagiadas por el virus es una realidad que no debe quedar en el mundo de las emociones y de los sentimientos primarios. Hay que rescatarla del ambiente contaminado y estéril de las redes sociales, donde la velocidad de respuesta supera a la del pensamiento. Hay que limpiarla también de los prejuicios regionalistas y de las respuestas románticas. En fin, hay que tomarla con la responsabilidad que demanda un problema que, por su peso demográfico y económico, por el origen plural de gran parte de su población y por su significación histórica, es de alcance nacional. Las cifras de la afectación de la epidemia son absolutamente claras y apuntan a causas de fondo.

Se ha dicho que el alto índice de contagiados (alrededor del 75% del total nacional) se produce por la alta proporción de personas que, al no tener un empleo fijo y un sueldo estable, deben seguir con sus actividades diarias. Asimismo, se asegura que gran parte de la población no puede permanecer todo el día en sus casas, especialmente en esta época de calor, porque son espacios minúsculos sin las comodidades necesarias. Son observaciones válidas como descripciones de lo inmediato, de la realidad existente (aunque no explican los contagios de Samborondón). Pero poco o nada se consigue con esa constatación. El fondo del asunto está en sus orígenes. En otras palabras, cabe preguntarse por qué un número tan alto de familias está obligado a vivir al día y por qué esas mismas personas, y muchas de las que sí cuentan con trabajo estable, no pueden vivir en condiciones humanas.

Las respuestas se encuentran, por supuesto, en la economía y en la estructura social, pero también en la política y en la historia. Que no exista el sector público para emplear a cientos de miles, como en Quito, no es justificación para la alta informalidad. El empleo en la mayor parte de países desarrollados es generado por la empresa privada, entonces cabe preguntarse por qué en nuestro caso, en Guayaquil y en el país, no sucede así. Puede ser por el carácter principalmente primario de la economía y por la ausencia de encadenamientos o muchas razones más, pero eso es lo que hay que atacar. En lo social, hay que pensar en los efectos nocivos de las estructuras jerárquicas y segmentadas que hemos mantenido desde siempre.

Abordando seriamente lo político y lo histórico descubriríamos muchas pistas para encontrar soluciones. Un aporte se encuentra en el estudio de Robert Putnam sobre las regiones italianas. Al comparar las del norte con las del sur, concluyó que la explicación de las diferencias está en una combinación de conductas ciudadanas, eficaces instituciones representativas, tradición asociativa y una historia de acumulación de cohesión social. A eso lo denominó capital social. La última condición no la tenemos, pero se la puede ir creando a partir de las primeras. Es un desafío para el país y particularmente para quienes impulsan la interesante propuesta del federalismo. (O)