La pandemia revela, con extrema dureza, la condición de semisalvajes que todavía somos los ecuatorianos. Las autoridades hacen esfuerzos para confinar y contener o disminuir la enfermedad. Las severas medidas que disponen para cuidar a la gente son un mal necesario, aunque limiten algunas libertades. Pero somos tan libérrimos que hacemos poco caso de las órdenes de la autoridad, porque somos sapos, somos vivos. Que los bobos que forman el resto de la población sean los obedientes. Los sapos que no respetan el toque de queda, los vivillos que se aprovechan y se saltan las filas de espera, que nunca están muy ordenadas, son una legión.

Dirán que es por la mala educación que recibimos y los malos ejemplos que los mayores dan a sus hijos. Es verdad. Porque esa indisciplina no está en los genes sino en los valores indispensables que no ofrece la educación.

Admiro la disciplina de los japoneses. Son un pueblo de obediencia ejemplar. Lo vemos en las noticias, lo leemos en sus novelas. Desde niños, sus padres los educan en el orden y la limpieza. Es un pueblo aseado, ordenado. La gente respeta sus turnos y esta disciplina deviene en mayor eficiencia. Son así desde la Edad Media. Cuando en Europa las ciudades eran sucias con calles estrechas que permitían a las ratas y otros animales ir de casa en casa sin esfuerzo, llevando las pulgas y otros vectores de los gérmenes de la bubónica, la fiebre amarilla y otras pestes que las asolaban, los japoneses eran limpios y sus ciudades aseadas. Nosotros podemos decir con orgullo que heredamos las virtudes de los romanos antiguos y sus organizaciones e instituciones, pero también debemos decir, con cierta vergüenza, que también heredamos la suciedad y pestilencia de Roma y sus calles con excrementos y animales muertos que luego arrojaban al Tíber. A pesar de la magnífica cloaca máxima.

Hace varios lustros, tuve que vivir en Quito y salía a caminar muy de mañana por el barrio en el que, entre otras, estaba la embajada de Japón. El perímetro de la casa era enorme, cercado por una pared blanca y pulcra. Una mañana, encontré en el muro, con grandes caracteres escritos con pintura negra, esta frase: “Ante tan grande auditorio, ¡cómo no me he de pegar un discurso!”. Ingeniosa, sin duda, propia de los ocurridos grafiteros de Quito. Al día siguiente, la frase había sido borrada y el muro lucía impecable.

Es una muestra de lo que somos. Sin duda podemos ser ocurridos, pero los japoneses son limpios y ordenados. Ellos han superado su propia circunstancia de ser un archipiélago cuyos recursos naturales van a la zaga de su gran población. Deben ser ingeniosos y frugales, obtener el mayor provecho de lo que tienen y practicar virtudes humanas que requieren, como quería Aristóteles, dominar los impulsos con sacrificio renunciando a lo fácil y cómodo. Al egoísmo.

Tienen una admirable solidaridad y progresan. Lo mismo podría afirmarse de Corea del Sur. ¿Será que la ética de los asiáticos, las enseñanzas de Confucio y Lao Tsé son superiores y más eficientes para las sociedades, para vivir en comunidad y para venerar a los padres y respetarlos a ellos y a todos los demás? El respeto es el mayor valor de la democracia, según lo sostuvo Pericles en su famoso Discurso del Funeral.

Los chinos afirman haber controlado la pandemia. La región donde afloró el virus fue encerrada con estricta manu militari. Políticamente, China es una dictadura del Partido Comunista cuya cabeza visible es Xi Jinping. Las órdenes se cumplen a rajatabla y las libertades se suprimen mientras la emergencia lo requiera. Allá no se ven grupos de personas vestidas deportivamente, o semidesnudas, jugando naipe en las calles y bebiendo cerveza y licores. Para ellos, bróder, para los panas del barrio, no existe el toque de queda y les dan risa las órdenes de las autoridades. Si mucho los molestan, formarán un grupo para “defender” sus derechos de la acción policial, agredir a los policías u organizar una manifestación que algún político apoyará.

Muchos usan la pobreza como argumento para: a) no trabajar y cobrar las ayudas y bonos públicos; b) incumplir las leyes y ordenanzas; c) atacar a las fuerzas del orden cuando tratan de hacer cumplir las normas obligatorias; d) creer que su pobreza (real o fingida) les exime de cualquier obligación y valor de convivencia social.

Estas malas acciones fácilmente se convierten en hábitos y al ser repetidos constantemente, forman la costumbre: “longa inveterata consuetudo”, como la definían los romanos. La manera de ser. “Yo soy así” dicen los necios para justificar algún mal hábito, como si tal manera de ser fuera la perfecta y no admiten posibilidad de error. Saben que hacen mal, pero así se justifican, cerrando la posibilidad de mejorar.

Si trasladamos estos conceptos a los hijos y descendientes, tenemos la razón para que la gente no condene a los ladrones que roban el dinero público y hasta los justifiquen con la necia frase “no importa que robe con tal de que haga obras”.

“Actúa de manera que tu conducta sirva de ejemplo para los demás” es el concepto kantiano que equivale al cristiano “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti” y a los preceptos de Confucio sobre el respeto a los padres y a la autoridad. Siendo el marco conceptual tan parecido y teniendo la misma condición humana, ¿por qué actuamos de manera tan diferente en Japón, Corea del Sur, Italia, España y Ecuador?

La diferencia la hace el respeto. La educación. Ahora vivimos con el complejo de que a los jóvenes hay que tolerarles todo para no crearles complejos que los hagan infelices en su vida adulta. Hemos llegado al extremo de que los padres pretenden demandar a los maestros y los colegios si un profesor corrige con alguna energía a sus hijos. La pedagogía de la extrema tolerancia nos está llevando a crear una sociedad tan permisiva que en algún momento nos aconsejarán aplaudir al joven que maltrata a los padres o a los maestros. Eso es sembrar vientos. Lo estamos comprobando en la actual crisis de la salud. Las familias demasiado tolerantes producen sociedades desordenadas, que sufren más cuando se ven obligadas por la vida a ser disciplinadas y obedientes.

Esta guerra contra el invisible enemigo la ganaremos respetando las instrucciones de las autoridades y respetándonos a nosotros mismos y a nuestra salud. Debemos ser respetuosos, solidarios y disciplinados. (O)

Las familias demasiado tolerantes producen sociedades desordenadas, que sufren más cuando se ven obligadas por la vida a ser disciplinadas y obedientes.