Pensamos que lo tenemos todo bajo control. Creemos que nunca nos va a pasar. La falsa “ilusión de control” –término que se utiliza en psicología– se apodera de nosotras cuando conocemos un nuevo caso de femicidio. Como seres humanos, como sociedad, especialmente como mujeres, nos duele cada noticia de violencia machista que sucede aquí o allá. Pero generalmente vemos el hecho como “distante”, como una tragedia que les pasa a otras y no a nosotras. Incluso, hay quienes llegan a decir que el feminismo es de unas cuantas mujeres locas y exageradas, que se inventan estadísticas y que ser feministas debería avergonzarnos. Mientras no se trate de nosotros, de nuestra familia, poco nos importa. Y la vida continúa sin mayor novedad, hasta que nos toca. Hasta que le toca a alguien cercano, a alguien a quien hemos conocido por años, de quien hemos conocido luchas y esfuerzos, y cuya familia también hemos conocido o tratado. Ahí, entonces, nos estrellamos con una dolorosa realidad: la violencia de género existe y puede estar muy cerca de nosotros sin siquiera sospecharlo.

Tenemos la tendencia a pensar y convencernos de que si nos portamos de tal o cual manera, es muy difícil que nos pase algo malo o que suframos algún tipo de violencia. En una ocasión escuché a una madre de adolescentes decir que sus hijas difícilmente sufrirían violencia de género, porque se desenvuelven dentro de un ambiente sano, con gente educada y de “buena familia”, y que frecuentan lugares seguros. Nada más ingenuo y equivocado. Equivale a decir: “Si comemos bien, hacemos ejercicio, no fumamos, no ingerimos alcohol, tendremos una vida larga y saludable”. Puede que sí, pero también puede que no. Un albur.

Lo que me parece más aterrador de este tipo de violencia es de quién proviene. Generalmente, es la pareja o expareja quien decidió eliminarlas. Con sangre fría, a veces con saña, a veces delante de sus hijos y a veces también a sus hijos. Se granjean la confianza de ellas, de sus familias, comparten trabajos, comparten sueños. Se cree en ellos. Pero el ejercicio del poder y la dominación los supera, un malsano orgullo herido por celos o el simple hecho de imponer su voluntad activa en ellos esa área atávica del cerebro que se complace a sí mismo, que actúa solo por instinto. Podría alguien decir que los agresores crecieron en un ambiente disfuncional, que son producto de un entorno familiar agresivo, que tuvieron pobre educación, entre otras presuntas razones. Pero no hay explicación que quepa. El femicidio siempre es condenable. No respeta edad ni condición cultural o social. Se nos mata solo por ser mujeres, porque se saben más fuertes físicamente, porque nos ven más débiles. Ninguna de nosotras está libre del peligro.

Lo sucedido con Adriana y Santiago me tocó a mí. No los conocí. Pero conocía a su familia más cercana por diferentes circunstancias: amistades comunes, vecindad, colegio, consulta médica. Nunca había sentido tan de cerca la violencia machista, nunca una como aquella de la que fueron víctimas Adriana y Santiago. Nunca había asistido a una sala de velación tan llena de tristeza, desconcierto, impotencia e indignación. #NiUnaMenos es la consigna. (O)