El tiempo desquicia los objetivos iniciales, banaliza los gestos, confunde los lenguajes. Se ha filtrado en el Día Internacional de la Mujer la idea de que hay que “homenajear” al género femenino y el mercado despliega sus argucias para reunir asistentes en torno de un cantante, con copas de vino en la mano y arreglos florales en el centro de las mesas. Están de fiesta. Celebran a “la mitad más bella de la humanidad”. Algún experto dijo que en las oficinas habría que poner rosas y chocolates sobre los escritorios. Se redactan tarjetas que expresan maravillas del “toque femenino” que las mujeres imprimen sobre lo que hacen.
Este lengüetazo zalamero de fecha fija no altera las estadísticas de feminicidios ni remunera igual a las mujeres que a los hombres en gran cantidad de cargos. La desigualdad está instalada en la mente del poder, ese poder que tiene infinitos lenguajes para encarnarse ha sido tan hábil a lo largo de los siglos que ha convencido a muchísimas mujeres de que el trato diferencial “es natural”, que la realidad biológica de los sexos justifica la amplia gama de diferencias económico-sociales. Y en el análisis superficial parece que las mujeres tuvieran lo que desean.
Una de las consignas de este 8 de marzo es la convocatoria a una huelga general que dice: “Si nosotras paramos, se para el mundo”, haciéndonos pensar en que todo el cuidado universal –desde la cuna de nacimiento hasta el lecho de la muerte– depende de las mujeres, actividades no remuneradas a las que se han aunado las que sí lo son, porque el dinero que habitualmente trajeron los hombres a la casa no alcanza. Cuando salieron a complementar los ingresos domésticos, simplemente duplicaron sus esfuerzos. Homo economicus dejó de servir como identificador de un rasgo humano porque la palabra homo no significa humanidad.
Nos habituamos a la imagen de la mujer que trabaja, sin aceptar completamente que ese ser doblemente laborioso también es protagonista de luchas. Ha estado en ellas desde hace centurias, aunque una forma de contar la historia la haya invisibilizado. Ahora la mayoría femenina recibe el contingente masculino cuando este se convence de que hay razones para salir a la calle, exigir y presionar por un renovado aparataje legal que sostenga derechos. En esta dinámica la mujer ha conseguido mayor terreno en la vida pública. Pero sigue habiendo razones para luchar.
La más visible es la de la violencia. Si una de cada tres mujeres ha sufrido alguna clase de agresividad a lo largo de su vida, estamos hablando de un arraigado comportamiento genérico que mira a sus opuestas de tal forma que las ve como “carne” débil, atacable, denigrable. Se las desea y se las odia al mismo tiempo. O como en ciertas culturas, ellas tienen la culpa –por eso, deben taparse– de que las fantasías conciban deseos condenables. Y en el arrebato de psiquis que se acostumbran a acoger deseos destructivos, los cuerpos femeninos –aunque sea de bebés y de niñas– son materia de posesión y destrucción. Y como hemos ganado en claridad respecto del ímpetu machista que acosa, ataca y mata a las mujeres, se va levantando un cerco de reeducación social –aunque todavía haya legiones que defiendan el silencio como forma educativa– que mantiene multiplicada la lucha de las mujeres. (O)