Hay preguntas que uno se plantea durante mucho tiempo y que, el día menos pensado, deja de hacérselas, sin tener muy claro si se alcanzó una respuesta o simplemente se dejó atrás la preocupación que las motivó. Una de esas preguntas tiene que ver con el tiempo para escribir. De cuando en cuando me la formulan tímidamente, como si se estuvieran entrometiendo en algo íntimo –y lo es, vaya si lo es–, con el deseo de encontrar una solución al problema que pasa quien hace la pregunta, una especie de desesperación por no saber cómo encontrar ese tiempo para escribir. Y cuando digo escribir me refiero a cualquier género: memorias, ensayos, novelas, poesía, cuentos. Incluso diarios íntimos, que son el sucedáneo más interesante y peligroso para sabotear la escritura de obras cohesionadas, la suma diaria compensatoria de lo imposible y postergado. Pero qué placer da un diario íntimo, digan lo que digan, y hasta añadiría que es un acompañamiento necesario de la escritura. Los míos son intermitentes, con grandes vacíos, y a veces ocurre que cuando más los escribo es porque paso por un momento de intensa escritura de un libro. El diario se vuelve un descanso y un registro de emociones y análisis sobre el proceso de escritura que luego olvidaré. La ventaja del apunte fugaz, sin horizonte, sin voluntad de estilo, a modo de una simple bitácora, es liberador, pese a su facilidad engañosa.

Pero me alejo del tema: la pregunta por el tiempo para la escritura. O mejor dicho: ¿cuándo escribes? Responderla es difícil porque se supone que quienes nos dedicamos a la escritura lo tenemos resuelto con una claridad de mediodía, y no es así. Quizá lo más honesto sería decir: escribo cuando puedo. Solo que ese es el problema principal: no se puede nunca. ¿Cómo encontrar ese tiempo negado por las mil urgencias cotidianas? ¿Es posible?

Recuerdo una entrevista de Bernand Pivot a Marguerite Duras, preguntándole lo mismo bajo el ropaje de si es posible encontrar las condiciones ideales para escribir, y la gran novelista francesa le respondió que nunca existen esas condiciones. En realidad, hay que inventarlas, buscarlas con desesperación, robarle tiempo al tiempo (esta imagen, que es un lugar común y una metáfora, tiene una verdad indiscutible). Pero no podemos robarle el tiempo al mismo tiempo, que es tan indolente hacia nosotros como lo es la naturaleza. Lo único que se puede hacer es robarnos el tiempo a nosotros mismos. George Steiner evocaba en Gramáticas de la creación las cartas de Van Gogh para hablar de un Dios hostil al lujo del arte.

Desde los veinte años probé todos los horarios posibles. Quise escribir a altas horas de la noche. Fracaso total. A pesar del silencio disponible, para mí son las peores: estoy demasiado cansado y en mi cabeza resuenan mil temas del día. Quise escribir luego del almuerzo. Nuevo fracaso. No lo diré yo sino Lampedusa: son las peores horas del día para escribir, pero aun así él pudo escribir El gatopardo. Uno está somnoliento por la digestión y las ideas parecen disolverse. Hasta que un día probé a escribir muy temprano en la mañana: me levantaba a las cinco de la madrugada, tomaba un largo y buen café y empezaba. Ese horario me funcionó. Incluso encontré una entrada del diario de Salvador Elizondo que exalta esa hora: “Todos los libros del mundo, de todos los géneros, se le ocurren a uno entre las 5 y las 7 de la mañana. Es tan fácil pensar.”

Solo que ese horario prodigioso –uno está reposado, el cerebro ha descartado las turbulencias del día previo, el mundo está en calma– se interrumpía en el mejor momento para ir al otro trabajo, ese que los escritores que no se dedican exclusivamente a sus libros, llevan día tras día. Y no se diga cuando vienen los hijos y hay que levantarse igual a las cinco de la mañana para despertarlos, prepararles el desayuno y dejarlos en la parada de bus. No, no hay condiciones ideales, tenía razón Duras. Quizá por eso lo mejor es no escribir, no pretender hacerlo, saber que no hay tiempo y contener la escritura. Es allí cuando uno deja de hacerse la pregunta y lo siente como una imposibilidad, cuando esa escritura contenida crece lentamente y en silencio y se la quiere eludir y de hecho se la elude diciéndonos: no es tu momento, vas a quedar a un lado. Se ve el papel blanco ya no como el mito previsible del bloqueo, que siempre me pareció exagerado, porque ese papel en blanco es una invitación tentadora, ese espacio dispuesto para entrometernos en el mundo, que deja pocos espacios disponibles. A esos papeles en blanco se les dice que no, aguantando las ganas de escribir, como si se quisiera grabar en la mente lo que pide el desahogo de la escritura. Parece paradójico, pero es en esta contención de la escritura, cuando tenemos ganas y tema para empezar a escribir y rondar su acabamiento, donde se produce el discreto milagro que se parece al llenado imparable de una represa en los límites del desborde inminente. Así la pregunta sobre los tiempos de la escritura encuentra respuestas propias e inevitables. Se empieza a escribir donde sea, como sea, sobre el papel que sea, sin necesidad de lujos, de tecnologías, de papeles de extrema sutileza o plumas de alta gama, ni becas ni editores que piden manuscritos. No son necesarios cuando se empieza a escribir con todo lo que se es. El tiempo, los recursos, el lugar, todo se abre espacio de cualquier manera y no hay vuelta atrás porque es indetenible. La pregunta se vuelve inútil, revela que no hay fórmulas, y debo terminar porque está sonando la alarma, debo despertar a mi hijo, prepararle el desayuno, vestirlo y llevarlo a la parada de bus en el amanecer de un día cumplido. (O)