Hay cosas que tienen su tiempo, pero que pueden resultar nuevas. Una autora que escribe desde hace más de treinta años, que tiene 29 novelas cortas publicadas y es un boom de ventas en Francia, no luce como una novedad; sin embargo dentro de mi círculo de amigos lectores, pocos la frecuentan. Yo misma acabo de cruzar el umbral de los descubrimientos y estoy bajo los efectos del hechizo inicial. La palabra originalidad en literatura –en general, en las artes– es ya una rareza, pero hoy merece airearse: Amélie Nothomb es desconcertantemente original es lo que escribe.
En ese afán de ponerle etiquetas a las obras (es una medida de lectores que quieren cierta seguridad para referirse a ellas) lanzamos identificaciones: es narrativa existencialista, o del absurdo, o posmoderna. O, mayormente, todo eso y más, desde esa libertad suprema para hacer ficciones que vigilan más el resultado que el proceso, la pieza final que los materiales desde los que se ha escrito. A menudo los escritores confiesan no poder hacer otra cosa en la vida que escribir, pero se los ve en nutrida fiesta nocturna, viajes al último rincón del mundo, cenas copiosas y medios masivos. En el caso de Nothomb parece que es verdad: produce cuatro novelas anuales y publica una, vive recluida, da escasísimas entrevistas, viste solo de negro, se adorna con grandes sombreros. ¿Extravagante? ¿Y, qué?
De esa concentración obsesiva salen historias hiperbólicas, de una concentración engañosa porque significan mucho diciendo poco. En alguna, la protagonista se llama Amélie Nothomb; en otra, la feroz anorexia que casi la aniquila en su adolescencia muestra su poder de destrucción; en una tercera se realiza un reality show inspirado en un campo de exterminio nazi; los adjetivos que más se usan para calificar su estilo son “cáustica, implacable, fría, irónica”, pero –tal vez porque se los merece– sus lectores se cuentan por millones.
Yo salgo del análisis de El crimen del conde Neville (2015), cuyo título parafrasea un célebre cuento de Oscar Wilde y juega con la idea de que un vaticinio puede poner en jaque la vida más plácida. Y la autora, miembro de una rancia familia de abolengo belga, se burla de los últimos miembros de la aristocracia de su país, que ponen la vida en el arte de recibir invitados y mantienen a rajatabla las apariencias por encima de economías quebradas. ¿Qué dirige los pasos humanos: el destino o la libertad personal?, se pregunta la novela, en la más vieja tradición shakespeariana. E insertando versos de Rimbaud, haciendo a ratos, homenaje a Proust, diseña hechos, desarrolla diálogos entre serios e hilarantes que desquician la lógica habitual de la vida.
Ya lo decía un comentarista. Sus líneas tienen la fuerza de los epigramas. Para muestra este botón: “el insomnio consistía en un prolongado encarcelamiento con tu peor enemigo, que no es sino la parte maldita de ti mismo”. Que lo confirme o lo niegue la experiencia. Amélie escribe para hacer ese constante balance entre la vida y la ficción que justifica la existencia de la literatura y la devoción de nosotros, sus cultores. Que nos hagamos muchas preguntas al terminar de leer cada pieza, es una buena señal. (O)