Uno de los retos mayores en la ficción es la manera en la que se sumerge al lector en el mundo imaginario que se le va a revelar. Desde el gancho de una primera frase impactante, especie de dogma que no siempre funciona –una primera frase exige una segunda y así durante muchas páginas que pueden terminar desinflándose– o la pausada y aparentemente inocente introducción que, conforme avanza, ata al lector de una manera que no sospechaba. En cualquier modo, toda obra literaria o artística exige un cambio de óptica o de perspectiva. Las hay que obligan a adoptar un nuevo registro en el lenguaje, sea por variantes sincopadas, como en la prosa de Céline trufada de puntos suspensivos, o quienes van por una línea prácticamente rítmica hasta la exasperación, como las reiteraciones en la prosa de Thomas Bernhard, o músicas difíciles de traducir por su sutileza como la de la escritura de Natalia Ginzburg o Marguerite Duras. En cualquier caso, la pasividad del lector debe quedar a un lado, convirtiéndolo en alguien todavía más activo, sin descuidar la necesaria contemplación. Se trata de una tensión que desde el siglo pasado ocupa un primer plano en escuelas críticas que han señalado el rol fundamental del espectador o lector. La estética de la recepción se ha preocupado por advertir las introducciones que cada “receptor” introduce en el mensaje. Y el teatro no ha sido ajeno a esto, desde las sorpresas en el auditorio frente a las obras de Pirandello. En este siglo se ha ido todavía más allá y de alguna manera se ha impuesto como programa. Es el caso del trabajo del director inglés Felix Barrett que lleva experimentado durante los últimos veinte años en Londres con Punchdrunk, en distintas obras de teatro inmersivo. El propósito es llevar al espectador por un recorrido de la obra teatral, de manera que ya no permanece sentado en su silla sino que camina y se detiene en los distintos momentos que se desarrolla la obra.

En Ecuador, es posible ver esta estrategia dramática en la obra Rabia, novela original del argentino Sergio Bizzio y que fuera llevada al cine por Sebastián Cordero en 2009. Cordero no ha olvidado la obra y once años después trae una nueva mirada –en realidad, serán decenas de miradas– para reconsiderar una historia que no pierde actualidad, y que se ha representado en Quito en la Casa Museo Muñoz Mariño, en producción de Arnaldo Gálvez y Karen Cárdenas. La trama resultará conocida a quienes vieron la película o leyeron la novela, pero en este caso lo que importa es el efecto en el espectador. Alrededor de cincuenta personas entran en dos grupos que se separan orientados por guías con linterna roja y azul. Durante el recorrido por la casa se detienen en distintos escenarios: la sala –el principal–, un cuarto de estar con televisión, un ático, un par de habitaciones más, e incluso un momento en el que salen a la calle, a un tramo de la Junín, para ver un breve enfrentamiento que desata el conflicto de la historia. Hay una historia de amor, entre José María, un obrero, y Rosa, la empleada de la casa, que asciende en una escalada de violencia por la que José María se esconde en el ático de la vieja casa mientras se desarrolla el embarazo de Rosa. El espectador recorre los distintos espacios y el movimiento de su propia deriva lo ubica en cierto ángulo del que puede moverse. Hay momentos en que mientras se ve una escena, como la violación que sufre Rosa, se escucha la conversación que continúa en la sala. Otro de los momentos impactantes fue –y tengo que hablar en primera persona– cuando José María, en una actuación ejemplar de Alejandro Fajardo, baja del ático plagado de ratas en el que se está destruyendo y se acerca a escondidas al cuarto de estar donde duerme el hijo de la familia. Mientras rodeábamos ese cuarto, en medio de una oscuridad donde una música de intriga sonaba a nuestras espaldas, enfocando nuestra percepción auditiva, vi cómo el rostro alucinado de Fajardo se asomaba a mi izquierda abriéndose camino para buscar a su víctima.

Al inicio de la obra, Sebastián Cordero dijo a los asistentes: ustedes van a ser como fantasmas. Fue una manera precisa de resumir la experiencia. Cincuenta espectadores con cien ojos de fantasmas. En esta estética inmersiva la particularidad lograda consiste en que Cordero ha compartido esa multiplicidad de miradas que todo director, sea cinematográfico o teatral –en realidad, todo creador de ficción–, tiene hacia su tema. Y ha acertado en volver su mirada a una obra perfectamente unitaria en espacio y tiempo como lo es Rabia. Señalar la actuación lograda de Alfredo Espinosa, Itzel Cuevas, Diego Ulloa y Carla Yépez es obligado. Aunque quisiera destacar a Lucho Mueckay por la versatilidad con la que desempeña tres papeles menores y ajenos al núcleo familiar pero decisivos en la historia y el recurso dramático del cambio de punto de vista: el de un policía, un vendedor de gas y un fumigador. Esta decisión sobre el papel múltiple de este actor significa mucho más. Cordero, en un giro irónico, tematiza lo que el espectador vive: el cambio de perspectiva con un mismo eje. Realmente lograda, la historia de Sergio Bizzio continúa un viaje progresivo por distintas miradas. Sugiero no perderse esta experiencia. Aunque se conozca la película o se haya leído la novela, la experiencia performativa de convertirse en fantasma y recorrer otra vez la misma historia, abre nuevas perspectivas. Quizá porque siempre que se funda un mundo de ficción, ese mundo sigue abierto y promete nuevos enfoques y maneras de interpretarlo. Y en la particularidad de este montaje en la Casa Museo Muñoz Mariño, abre también más miradas sobre el centro colonial de Quito que sigue revelando, a cuentagotas, todas sus riquezas todavía escondidas. (O)