2020, año de solemne conmemoración del bicentenario de la independencia del Ecuador... no, de Guayaquil,... no del Ecuador y eso lo tenían meridianamente claro los padres fundadores octubrinos, quienes apenas pudieron organizaron un ejército para liberar el resto del Ecuador. Desde el 9 de octubre existe este país, a despecho de que Bolívar y sus secuaces pretendieran convertirnos en provincia de su fallido imperio. Todos habremos escuchado a algún izquierdofrénico hablar de la “segunda independencia”, que significaría liberarnos del supuesto vasallaje de nuestro país a Estados Unidos, para pasar a depender de China o Rusia. Pero no es a ese despropósito que quiero referirme.

Mi propuesta es más modesta pero más importante y consiste en consagrar nuestra independencia lingüística, establecer de manera expresa, y a lo mejor oficial, la lengua ecuatoriana, distinta de la española. El órgano regulador de nuestro idioma será la Academia de la Lengua Ecuatoriana con la misma conformación y facultades que la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Esta reforma reconocerá el hecho real y concreto de que aquí nos manejamos con un código de comunicación verbal propio y distinto al resto de la “comunidad hispanohablante”. Existen centenares o miles de palabras, giros, conjugaciones, estructuras gramaticales y otros elementos lingüísticos propios del país, bellos, dulces y poéticos, que no se usan en otras latitudes y constituyen el patrimonio cultural ecuatoriano más esencial. No pueden ser preservados con el título despectivo de “ecuatorianismos”, sino que hemos de asumirlos como componentes de pleno derecho, como habla válida y hasta culta, no como curiosidad folclórica.

El español como lengua común ha muerto. ¿Entiende algún hispanohablante cuando un ecuatoriano dice “dame viendo el playo tomate”? ¿Comprendemos los hispanoamericanos cuando un periódico peninsular escribe “la película es un truño”? ¿Y qué quiere decir un medio argentino que opina que “lo de Latorre es un polvo careta”? Las dificultades de intelección entre las distintas naciones son cada vez mayores e intentar reducirlas sería un proceso de empobrecimiento. Asimismo, el “español de España” es probablemente el más contaminado de todos, ningún latinoamericano dirá cúter o aparcar, ni escribirá “¿Por qué estaba tan delgadísima Audrey Hepburn?”. Recientemente la Real Academia Española nos alivió al negarse a adaptar la constitución española al “lenguaje inclusivo”, ese torpe engendro dialéctico de la progresía. Pero no hay que olvidar que la benemérita institución fue la que inició este desmadre, al abrir la puerta a incoherentes vulgaridades como “presidenta”, “gerenta” y otras de esa laya. La RAE pasó de un conservadorismo represivo a un populismo lingüístico de todo vale. Basta el uso por parte de alguna pequeña porción de la población española para consagrar un término. Para eso no hace falta un organismo regulador, bastaría un programa informático. Y, sin embargo, hay miles de elementos usados en nuestro continente que permanecen desterrados de su augusto diccionario. Nada ganamos sosteniendo una unidad inexistente, que no refleja la realidad del habla común ecuatoriana. Decía Heidegger que la lengua es la morada del espíritu, entonces, sin una lengua libre no hay espíritu libre. (O)