Cada 31 de diciembre y 1 de enero, la vía a la costa de la ciudad de Guayaquil es bombardeada irracionalmente por horas por miles de juegos pirotécnicos. Una barbarie ambiental, pues la valiosa fauna de nuestros Cerro Blanco y Cerro Azul y del ecosistema del manglar sufre daños irreversibles.

Nuestra fauna silvestre, compuesta por aves y mamíferos, por el estrés huye desorientada de su hábitat, sufre partos prematuros, abandona sus crías (las cuales mueren por falta de alimento, abandono y gases tóxicos) e interrumpe su proceso reproductivo. Así, imposible hablar de sostenibilidad, pues la tasa de recuperación de la fauna silvestre que se logra anualmente, se destruye cada fin de año. La frecuencia e intensidad de las explosiones empieza antes de la medianoche y avanza hasta el amanecer, afectando el sentido auditivo de ciudadanos y la fauna; son estruendos magnificados por el eco, resultado del choque de las ondas con los cerros. El daño ambiental no queda ahí, los gases tóxicos más ligeros de estos fuegos artificiales aunados a la quema de los monigotes generan gases de calentamiento global, conllevando al cambio climático, crean ozono en la tropósfera donde no se lo necesita; destruyen la capa de ozono en la estratósfera, arrastran partículas diminutas de metales generados en la explosión, siendo inhalados y depositados en nuestros pulmones, afectando nuestra salud drásticamente. Las fuentes hídricas y la de la fauna son contaminadas y como producto de las explosiones millones de partículas plásticas se depositan en los manglares. Cada 1 de enero en las urbanizaciones de la vía a la costa estalla una guerra de tóxicos, basura y no hay el canto de las aves. La urgencia ambiental amerita regulaciones y la prohibición definitiva del uso de la pirotecnia en el país. Nuestras costumbres de diversión deben dar un paso a un lado, a favor de nuestra supervivencia. Empecemos por nosotros, entes de cambio.(O)

María de Lourdes Mendoza Solórzano,

doctora en Ciencias Biológicas, Guayaquil