2019 pasará a los anales de la historia como el año del levantamiento indígena. Ningún otro suceso tocó tan de cerca a tantos ecuatorianos, dejando un profundo impacto en todas las generaciones que lo presenciaron.

Dejaron también su memoria: las elecciones de mitad de período, que reconfiguraron el mapa político del país; el CPCCS presidido por el cura Tuárez, ahora acusado de participar en la oferta fraudulenta de cargos públicos; el caso Arroz Verde, que ha puesto contra las cuerdas a muchos cortesanos del correísmo incluido el propio rey; el Acuerdo con el FMI, tan denostado por la izquierda y la derecha como símbolo de presunto entreguismo; y de último la Ley de Simplificación Tributaria que deja renovados sentimientos encontrados.

Termina no solo el año sino la segunda década del siglo XXI con la sensación de que ha sido una década perdida. Un primer período de autoritarismo derrochador y corrupto, seguido por otro de transición y gradualismo, que no termina de sacar al país del hueco.

Es el panorama desalentador con el que se perfila el horizonte de la nueva década.

En lo político, la gestión de un Gobierno débil, falto de carácter, suscita más interrogantes que certezas respecto a lo que le queda de mandato. La Asamblea Nacional, con sus mayorías móviles y falta de transparencia en los tejemanejes legislativos, no brinda confianza. En tanto que las autoridades de control, con su recuperada independencia, vienen cumpliendo con su rol de exigir rendición de cuentas a quien corresponda, sin favoritismos ni amarres.

La reactivación económica sigue siendo la principal asignatura pendiente, pero tal como van las cosas quedará como una tarea a cumplir por parte del próximo Gobierno. Y muy probablemente será el tema más potente de la campaña electoral que arrancará el segundo semestre de 2020. Es previsible que los votantes se inclinen en favor del candidato que brinde mayores garantías respecto a un liderazgo que permita retomar la senda del crecimiento.

Para que esto suceda es muy importante que el actual Gobierno salga de su zona de confort, aplicándose a fondo en dos objetivos: la reducción del déficit fiscal y la agenda de competitividad.

Respecto a lo primero tiene que redoblar sus esfuerzos para reducir el tamaño del Estado, castigando no solo el gasto de inversión, como ha venido sucediendo, sino también el corriente, cuya disminución ha sido mínima y se proyecta aún discreta con miras a la ejecución de la proforma presupuestaria 2019.

Sobre la agenda de competitividad, el desafío es reducir costos, permitiendo que los sectores exportadores, incluido el manufacturero, puedan impulsar la reactivación valiéndose del dinamismo de los mercados internacionales, en circunstancias que el interno se mantiene estancado.

En cuanto a lo social es muy importante evitar un repunte de la pobreza, en donde la clave es que el sector vulnerable de la clase media baja no se empobrezca debido a la pérdida de ingresos. Para tal efecto, nada tan importante como el fomento del empleo, cuyos indicadores están a la baja.

¿Será factible que el régimen del presidente Moreno impulse una reforma laboral a tono con la necesidad de un mercado laboral más dinámico? La duda surge porque el diálogo con empleadores y trabajadores se ha venido prolongando por mucho tiempo, aún sin resultados.

Aunque la situación no es propicia, que la esperanza espiritual que traen la Navidad y el Año Nuevo nos brinde renovados bríos para salir adelante. Sí es posible. (O)