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Un viejo amigo, de esos que guardan secretos y no esconden sonrisas, un buen día –no sé si contento o fastidiado– me decía: “Somos una sarta de recuerdos…”, luego abrió su cofre y trajo al presente tantos pasajes que los creía perdidos. Me acompañan, por favor: es posible que mis añoranzas no sean tan esotéricas y que mi ayer quizá bebió en fuentes similares. Quiero narrarles algo que ya fue escrito en esta ventana al mundo, porque eso es una página de opinión, un asomarse a la gran vitrina del universo para pegar allí retazos de historia, minicosmovisiones o quizá esos anhelos de un mundo mejor, de una sociedad sin barreras, de políticos honrados, de jueces honorables, de ciudadanos liberados del entontecimiento cívico. Lo que estoy por narrar será insulso para unos, trascendente para otros, para mí son vivencias familiares, muy queridas.

Carnaval es para los clanes de los primos Torres una fiesta de raíces profundas. Con meses de anticipación se convoca a las respectivas familias para una jornada de jolgorio, de buena comida, de líquido abundante y, tiempos atrás, también de talco, de polvo de maicena y sustancias análogas. Los miembros del clan de los Samaniego Torres –una rama del árbol de los primos Torres– cuando vivían nuestros padres, nos reuníamos el viernes anterior al carnaval para celebrar su pregón, una usanza muy sencilla de gratos recuerdos. Un campeonato de 40 era el pretexto, unos ‘draques muy ralos’ eran la fuerza y luego como ‘plato fuerte’ la elección de la Reina del Carnaval. Mi santa madre –santa no solamente por cariño y respeto, sino que era de verdad una santa– tomaba una cajita de maicena, se colocaba en la mano algo de ese polvo blanco y pasaba por cerca de cada uno de nosotros colocando en el pelo y rostro ese polvito de carnaval sin olvidar antes un “perdón, mijo, hermano, nieto, etcétera”, porque todos recibíamos ese polvo mágico que abría la temporada de carnaval en familia.

Por lo general el carnaval duraba de viernes a martes por la noche, era un peregrinar de familiares y amigos, de casa en casa, para disfrutar del cariño de cada hogar. En muy poco se diferenciaban las atenciones porque todos las habían copiado de los abuelos maternos o paternos. El carnaval terminaba con la recepción de ‘la santa ceniza’. “Recuerda, hombre, que eres polvo y en polvo te convertirás” escuchábamos mientras el sacerdote nos hacía en la frente una cruz valiéndose de la ceniza mojada con agua bendita. Acto seguido venía el tiempo de Cuaresma. El juego de carnaval podía ser jocoso, atrevido, incansable, salvaje, todo vale, sálvese quien pueda; se decía que las aguas de carnaval no hacían mal. Al final de cada jornada se hacía un alto al primitivismo, volvíamos al reino de los civilizados.

Se terminó el espacio. Mis añoranzas me traicionaron. La motivación inicial se extendió demasiado. Quise comparar ese inocente polvo de carnaval con el polvo criminal que se respira en muchos espacios del país. Lo haré en la próxima entrega: palabra de gallero.

(O)