Si de ocupar las primeras planas de los medios se trata, las reiteradas declaraciones del dirigente Jaime Vargas pueden calificarse como un éxito. Cada dos o tres palabras hay un exabrupto, las oraciones así hilvanadas se convierten en bravatas y los párrafos en provocaciones. Al final, sin ningún condumio y con mucha irresponsabilidad, arma un entrevero que se convierte en la noticia del día y él termina como el chico terrible de la política nacional. El libreto lo viene aplicando desde el momento en que no encontró mejor argumento político que denigrar al presidente de la República por su condición física (“patojo de mierda” es tan discriminatorio como el “indio de mierda” que tantas veces debe haberle irritado). Desde ahí no ha parado porque eso tiene resonancia, consolida su imagen guerrerista –no es gratuita la pintura en su cara– y convierte a la política en el todo o nada del amigo-enemigo.

Si todo eso llama la atención en el dirigente de un movimiento que logró los más tempranos y mayores avances de los pueblos indígenas latinoamericanos, más sorprendente es que no reciba una respuesta de parte de quienes están obligados a darla. La actitud del presidente Moreno en la noche del domingo 13 de octubre podía comprenderse porque era el momento de apagar el incendio (metafórica y literalmente hablando) y no convenía azuzarlo con la lógica exigencia de rectificación y disculpas. Pero es inconcebible que quien tiene como primerísima obligación la de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes no lo haga cuando corresponde. “De la manera más cortés se le dijo que nuestra tarea es eminentemente humana y social, y que no se trataba de un tema político”, dijo el presidente en respuesta a la oposición de Vargas al paso de la brigada gubernamental de un programa social. La libertad para circular libremente en el territorio nacional –elemento central del Estado de derecho– no consta en el diccionario del arbitrario dirigente y parece que tampoco en el de la autoridad que debe garantizarla.

Si todo se redujera a las palabras de los personajes sería fácilmente solucionable, pero el asunto tiene un trasfondo más grave. Su origen más cercano está en el mamotreto de Montecristi y el más lejano en el sentimiento de culpa de la población mestiza. La definición de un Estado en el que coexisten dos derechos y la indefinición de las condiciones para el ejercicio y la aplicación del añadido artificialmente es la fuente de las palabras del dirigente Vargas. El temor a responderle como a un ciudadano cualquiera, condición que está por encima de –y precede a– la autoadscripción étnica, está en la base de la timidez presidencial.

Los eventos de estas semanas deben llevar a pensar seriamente en la necesidad de reformar la Constitución en ese aspecto. Se hace necesario volver a lo establecido en la de 1998, que reconocía formas de administración de justicia en los territorios indígenas solamente para su propia población. Un Estado se enmarca en un Derecho, no en varios derechos. (O)