Nuestro invitado

Luego de la conmoción interna que viviera el Ecuador como consecuencia del Decreto Ejecutivo 883, cuyo contenido inflamable literalmente incendió al país, en varios espacios de opinión tiene cabida el análisis encaminado a dar respuesta a lo sucedido, así como conocer sus implicaciones tanto en el ámbito político como económico, social y jurídico.

En uno de esos debates, precisamente, escuché –casi absorto– a una académica llegar a afirmar suelta de huesos y sin carga argumental, que hay que romper mitos y decir abiertamente que los ecuatorianos “somos una sociedad profundamente violenta”. Frente a esa forma de etiquetamiento bien cabe preguntarse, de ser esa la realidad, ¿los ecuatorianos genéticamente estamos programados (condenados) a mostrar una actitud violenta? ¿Cuál es la evidencia científica que sustenta esa suposición? O, más bien, ¿el comportamiento humano está influenciado por tipos de condicionamiento y modos de socialización?

Es que trasladar a los genes la responsabilidad del comportamiento violento de las personas, más que una tesis ilustrada se convierte en un estereotipo encaminado a reforzar esa enfermiza división de sociedades del primer y tercer mundo, es decir, de lugares diferenciados entre civilización (racional) y barbarie (irracional), lo que implica establecer, en últimas, una relación de poder en el orden ideológico, al interiorizar valores que definirían en nuestro caso una situación de inferioridad.

En esa línea de pensamiento ya tenemos bastante que lidiar con aquellos señalamientos que se hacen desde los centros de poder para que ahora seamos los propios ecuatorianos los que nos autoflagelemos. Debemos evitar, entonces, esa forma de penetración neocolonial.

A propósito de violencia, la sesión solemne conmemorativa por los 199 años de independencia de Cuenca inició con un pedido directo y algo inusual del alcalde del cantón, Pedro Palacios: “Los cuencanos somos ciudadanos de paz y así hemos celebrado estas festividades. Solicitamos encarecidamente, a usted, señor presidente, disponga se retiren las vallas colocadas alrededor del parque Calderón…”. Lo cierto es que ese planteamiento logró no solo que los asistentes batan palmas con gran energía, sino también produjo miradas incómodas en un oficialismo que apenas si terminaba de acomodarse en su butaca.

No cabe duda de que el reclamo del burgomaestre fue más allá de la mera remoción física de los obstáculos que impedían al pueblo transitar libremente por su parque central. El mensaje tuvo una mayor sustancia al implicar una gran carga simbólica. Recordemos que el sociólogo Zygmunt Bauman al explicar la presencia de los condominios o las “comunidades cerradas” que crecen en las ciudades como respuesta al miedo que genera la inseguridad, sostiene que la presencia de “vallas” tiene por propósito dividir el espacio en dos lados (“un adentro y un afuera”) y con ello establecer una clara separación entre “el gueto voluntario de los ricos y poderosos y los guetos forzosos de los pobres y desventurados”.

Así las cosas, una interpretación de los hechos podría llevar a pensar que los ciudadanos que estuvieron dentro de la valla (autoridades e invitados a la sesión solemne) se consideraban como pacíficos y racionales, en tanto las personas que permanecieron fuera de la cerca, como potenciales seres violentos.

Tal parece que aún el gobierno tiene mucho que aprender. Por el momento no encuentra su norte… (O)