Los seres humanos no somos entes de bordes definidos, encasillados por un nítido trazo, cubos sólidos inmutables... no, somos más bien una masa gaseosa que tiende a mantenerse unida, pero que va dejando jirones o estelas a su paso, al tiempo que cambia de forma y se adapta o no a nuevos recipientes y situaciones. Interiormente también somos madejas de corrientes de fluidos que se entrecruzan, cambian, aparecen y se esfuman. Hay, por cierto, una tendencia centrípeta que mantiene nuestro ser unido, de alguna manera identificado consigo mismo, pero no se trata de una fuerza unificadora u homogeneizadora. Cada uno de nosotros es como un enjambre de insectos que no dejan de revolotear alrededor de un no bien establecido núcleo de consciencia. Ilusión de todas las artes ha sido retratar un instante de ese cúmulo y hacerlo pasar por el “retrato fidedigno” de un ser humano que dejará de ser verídico un segundo después.
La novela ha intentado tercamente conseguir estas imágenes congeladas de personas para venderlas como representaciones plenas. Vano propósito, pero algunos maestros han logrado presentarnos visiones dinámicas y complejas, que mantienen la cohesión del personaje a pesar de la incoherencia inevitable del ser. Uno de ellos es León Tolstoi que lo consigue en algunas de sus obras, entre ellas en Anna Karénina, que ha sido mi lectura larga y ardiente de este verano. De acuerdo con cierta correspondencia, el novelista ruso estaba consciente de la imposibilidad de plasmar una persona en personaje. En todo caso, buscando captar las múltiples facetas de los protagonistas consigue pintar un majestuoso mural al fresco de la sociedad rusa en la segunda mitad del siglo XIX. La anécdota del adulterio de Anna Karénina parece un mero catalizador que permite analizar los distintos aspectos de ese mundo de príncipes y nobles al que la modernidad comenzaba a mellar. Llaman nuestra atención ciertas semejanzas de la vida rusa de esos tiempos con la ecuatoriana, tal como se daba hasta bien entrado el siglo XX. Es interesante, por ejemplo, la rivalidad entre Moscú y San Petersburgo, que resembla la de Quito y Guayaquil. Y están la miseria de los campesinos y la omnipresencia del alcohol.
Es evidente que el propio escritor es trasunto del personaje Konstantin Lievin, un terrateniente que al acabar la historia se ilumina y encuentra el sentido de la vida. Es el contrapunto del destino trágico y desesperanzador de Anna. Se conocen bocetos previos de la novela según los cuales se deparaba un final mucho más ignominioso a la protagonista, pero al avanzar la escritura Tolstoi se enamoró de su creación, tal como dentro de la ficción le ocurre a Lievin. La grandeza del amor opacó los prejuicios de Tolstoi y Anna aparece majestuosa en su pasión, empequeñeciendo a los “buenos” del cuento... e incluso a los malos. Por eso, la verdadera tragedia no estará en su suicidio, que es registrado sucintamente, sino en la intolerable decadencia del amor narrada con desesperante y angustiosa minuciosidad. Terminamos la lectura lamentando que la novela tenga apenas mil páginas. (O)