Han pasado algo más de dos años de gobierno del Lic. Lenín Moreno y seguimos, con la paciencia de Job, esperando los resultados del llamado diálogo nacional, ese espacio ofrecido para que el ciudadano pueda reflexionar y debatir en torno a los principales problemas que le preocupan a la sociedad ecuatoriana y que, ciertamente, estuvo restringido durante una década de oscurantismo, en la que predominó el pensamiento único. Tanto fue así que la palabra del exmandatario Rafael Correa Delgado –quien estuvo presente en todo, faltándole quizá únicamente dirigir el tránsito vehicular en las ciudades– fue elevada a la categoría de evangelio, inadmitiendo cualquier crítica o argumento en contrario. Para ello se acudió, cada sábado, y con el apoyo de censores apostados por todo lado, a la descalificación y escarnio público de aquellas voces disidentes.

De ahí que la idea del diálogo nacional se recibió en principio con gran entusiasmo y expectativa general. No obstante, el tiempo transcurre indefectiblemente y los avances alcanzados, en términos prácticos, son parciales y en algunos casos marginales que no pasan, hasta ahora, de simples enunciados a los que acude el Gobierno –una y otra vez– para armar desgastados y cansinos discursos que ya nadie escucha ni cree. Consecuentemente, las mesas temáticas, que involucran aspectos centrales de la vida económica, social y política del Ecuador, no están generando los efectos esperados.

Quizá una de las mayores dificultades que debe afrontar el morenismo, en el marco del diálogo nacional, es la paupérrima aprobación que tiene el presidente de la República. Estudios de la encuestadora Cedatos, por ejemplo, hablan de un escandaloso 71,1% como nivel de desaprobación, guarismo que refleja una caída sostenida e imparable en la imagen presidencial desde agosto de 2017, mes en el que se registró su mayor cota de aceptación con un 77%. Se ha invertido la ecuación…

A esto se agrega que la palabra del presidente Moreno se ha devaluado a un ritmo acelerado. Al momento, apenas un 21% da crédito a lo que dice el primer mandatario. Si fuese papel moneda, lo compararíamos con lo que le sucede al bolívar venezolano o peso argentino en sus peores crisis económicas.

También, si sumamos la percepción que tienen los ecuatorianos sobre el futuro del país, advertimos que un 71,8% se muestra preocupado, frustrado, triste o incierto, es decir, poco optimista en aquello de mirar hacia delante.

En esas condiciones, donde se advierte la presencia de un bajo nivel de aprobación del Gobierno, creciente desvalorización de la palabra del presidente y un marcado pesimismo de la gente frente al futuro, abren pocas posibilidades para entrar en un diálogo constructivo, sincero y prometedor.

Lo que abunda son marcadas desconfianzas respecto a un gobierno que por más esfuerzos que ha hecho por desmarcarse de su historial correísta, su esencia le impide cortar el cordón umbilical que lo ata a un pasado común desde el que surgen hoy más preguntas que respuestas.

Asimismo, del diálogo nacional, si este es realmente productivo, deben derivarse acciones reflejadas en un nuevo marco normativo. Ahí surge un desafío adicional y es contar con el apoyo de una asamblea nacional fragmentada, calculadora y corta de miras.(O)