Mortecino: “bajo, apagado y sin vigor... Que está casi muriendo o apagándose”. Quito fue llamada “Luz de América”, pero mentiríamos groseramente si dijésemos que actualmente la ciudad alumbra de alguna manera al continente. Políticamente es más bien un antiejemplo, no ha dejado de equivocarse durante décadas. Urbanísticamente es un desastre, si lee de vez en cuando los periódicos no necesitará que le enumere razones. Culturalmente pasa por un marasmo paralizante. Sucia, sus ríos son venenosos, su aire es tóxico. Insegura y peligrosa, con habitantes crispados que se agreden todo el tiempo en embotellamientos a cualquier hora. Su patrimonio arquitectónico y natural amenazado. Calles destrozadas...

No culpo a la administración municipal, ni a la actual ni a las que la precedieron. El tema va mucho más allá. Vargallosianamente podemos preguntar ¿cuándo se jodió Quito? La economía obrajera, que basada en el comercio de géneros permitió la construcción de la urbe espléndida, se hundió a principios del siglo XVIII en una crisis que duró dos centurias, pero en ese largo lapso de miseria, se conservó cierta identidad, cierto carácter, incluso se generaron determinados valores que estructuraban el ser quiteño, que hacían de la ciudad una comunidad, que la convertían en algo más que un conjunto de edificios. Muestra de eso es que la llamada arquitectura republicana se inserta armoniosamente en el relicto colonial. La penuria económica se acabó con la llegada del petróleo, pero esa sustancia pringosa y deletérea mató al Quito heredero de la estética colonial y de los valores republicanos.

La víctima más importante del centralismo fue la capital. La mentalidad estatista concentró en ella los recursos provenientes de la explotación hidrocarburífera. Los grupos dominantes no supieron responder con un proyecto más creativo y racional, redistribuyendo esa riqueza a través de emprendimientos productivos, así que no encontraron mejor manera de hacer el reparto que inflar la burocracia. Este Estado macrocéfalo atrajo hacia a esta ciudad masas que han multiplicado por diez la población. La ciudad estaba situada sabiamente en un pequeño y bello valle justo en el punto que no llega la malaria, pero que difícilmente puede soportar, con sus propios recursos, más de trescientos mil habitantes. Toda el agua de la hoya del Guayllabamba es absorbida por estos millones de pobladores, que completan su desordenado consumo arrebatando recursos hídricos a provincias vecinas. Los productivos valles de los alrededores se urbanizaron desordenadamente. Esto sólo podía terminar en el bestial caos en que se encuentra. Dicen que Quito debe crecer hacia arriba, pero mejor sería que deje de crecer. Eso sólo se conseguirá con la desconcentración y la reducción del Estado. Habría sido ideal que esta sea una pequeña capital, como Berna u Ottawa, situada entre sus hermosas montañas, cuidando su inigualable riqueza artística. Se perdió esa oportunidad, esperemos que llegue un nuevo agosto en el que el país se sacuda del yugo estatista y podamos recuperar la ciudad de los chullas, de los grandes plásticos y poetas, de la sal y la serenata, entre lo escombros de esta Babilonia de cemento. (O)