Posiblemente no sea muy tarde para que alguien les haga saber a los políticos, en especial a quienes ocupan cargos en el Gobierno y puestos en la Asamblea, que el próximo domingo se cumplen cuarenta años del inicio del periodo democrático. Su silencio y, más que nada, la ausencia de actos oficiales para conmemorarlo llevan a pensar que no se han enterado o que si algo saben sobre la fecha, esta significa poco o nada para ellos. Lo primero, el desconocimiento, puede entenderse por el carácter estrictamente coyuntural o inmediatista de la política ecuatoriana, en la que el largo plazo no dura más de dos días. Obviamente, eso no justifica que quienes viven en la política, de la política y para la política no tengan una mínima preocupación por conocer los aspectos básicos del entorno en que se mueven. La segunda es más grave porque demuestra la nula importancia que le da a la democracia el grupo de personas que está obligado a valorarla, defenderla y fortalecerla.

Estos cuarenta años constituyen el periodo más largo que nuestro país ha vivido bajo un régimen que no solamente es producto de la voluntad popular, sino que es un orden sometido al Estado de derecho. Es verdad que presenta debilidades y baches, especialmente en el último aspecto, pero no deja de ser positivo que se haya mantenido incluso cuando ha sido objeto de fuertes arremetidas de parte de gobernantes y otros personajes. También es cierto que ha sufrido terremotos políticos, como la destitución inconstitucional de presidentes en tres ocasiones y de la mayoría de legisladores en otra. Sin embargo, no se ha producido el retorno autoritario que se veía como una probabilidad muy cierta en los primeros años. No deja de ser importante también que gracias a sus reglas de juego se haya producido la más amplia y profunda renovación de la propia dirigencia política de la historia nacional. La entrada en la escena política de sectores tradicionalmente excluidos social y políticamente habría sido imposible en otras condiciones.

Por ello y por mucho más, llama la atención la indiferencia de la dirigencia política hacia la democracia. Es una indiferencia cargada de peligro, porque se traduce en hechos que afectan a la misma democracia. El derrocamiento de los presidentes, el irrespeto a las reglas básicas, el abuso del poder cuando se lo tiene y el juego conspirativo cuando se carece de él son resultados de esa indolencia. Lo son también las prácticas corruptas que buena parte de esos dirigentes parecen considerar atributos que vienen con el cargo que ocupan temporalmente. Ni siquiera las experiencias traumáticas, como la vivida a lo largo de diez penosos años, han hecho que ellos giren la cabeza y miren el precipicio al que pueden llevar al país con sus acciones y con su irreflexión.

La ausencia de actos conmemorativos de un hecho que debería ser una efeméride refleja a una clase política que, con contadas excepciones, nada ha hecho para merecer una democracia que, debería saber, fue pionera en América Latina. (O)