Un puñado de edificios destartalados, el resplandor del Parlamento sobre el Danubio y la majestuosidad de la Iglesia de San Matías, amurallada en el Bastión de los Pescadores. Los claroscuros del paisaje. Budapest tiene la silueta onírica de las quimeras. Cruzo el Puente de las Cadenas y observo los barcos que bajan por el río, guiados por la alegría del verano. La ciudad es un destello de claridad, pero por un instante imagino las columnas de humo, los estruendos de las bombas y los gritos ahogados de la gente. Los puentes destruidos.
Viene a mi mente la dolorosa e inevitable escena de La mujer justa, esa obra maestra de Sándor Marai, en que Judit se encuentra con quien había sido su marido, cruzando por el único puente que ha sobrevivido al horror de la carnicería humana. Como si se tratara de una metáfora de su vida, van en dirección contraria. Habían sido todo para la vida del otro y eso no era suficiente. Llevaban años separados, resignados a la idea de no poder estar juntos y de tampoco poder olvidarse. En ese instante, el siglo XX y toda su violencia les tenía acorralados. Mareas humanas atravesando el río. Individuos reconociéndose en la precariedad y llorando. Los restos del amor replegados en los huesos y todo el pasado desdibujado por la historia terrible de Europa.
Por ese mismo puente llego a Buda y luego de visitar la Iglesia de San Matías, cuya variedad de estilos es testigo de los ascensos y derrumbamiento de los imperios, camino hacia el que fue el Palacio Imperial de los Habsburgo, donde actualmente funciona la Galería Nacional y el Museo de Historia. La exposición permanente de la pintura húngara es un descubrimiento estremecedor, sobre todo las de Mihály Munkácsy, creador que me sorprende por su mirada demoledora, brutalmente sutil y terriblemente honesta sobre el ser humano, sus glorias y miserias. Encuentro también a Dalí, Magritte, Yves Tanguy, De Chirico y los otros maestros del surrealismo, cuyos cuadros están de paso por Budapest.
Mientras camino a Rudas, unos tradicionales baños termales frente al río, me cae una leve llovizna que desaparece con la calidez del sol. La relajación que las aguas y las hierbas me producen es una especie de extrañamiento. Recuerdo una crónica de David Foster Wallace y pienso en la importancia de reconciliarse con el propio cuerpo. Ya en Barcelona me aventuré a visitar La Mar Bella, su playa nudista, y disfruté de la comodidad del espacio y la brisa marina, que llegaba como refrescantes bocanadas de aire en medio del calor. En los Andes, y quizá por la conservadora tradición católica, estamos llenos de taras respecto de nuestra desnudez. Europa, entre sus magias, tiene la posibilidad de estas liberaciones, que son sobre todo del pensamiento. Es indudable que vine a Budapest para darles un escenario más preciso a los libros de Sándor Marai, pero todo viaje a lugares desconocidos son trayectos hacia el fondo de la propia vida.
Salgo de la Casa del Terror, el lugar donde desde el nazismo hasta el fin del abominable comunismo sirvió como centro de detención y tortura de presos políticos. Hay otra escena inolvidable de La mujer justa, en que el personaje que es escritor, horrorizado por la guerra y el asedio a Budapest, decide no volver a leer literatura, nunca más. Se aferra, mientras las bombas caen sobre su ciudad, al diccionario de la lengua húngara y lee las palabras en voz alta. Quizá al final del día no nos queda mucho más que unos pocos verbos, ciertos sustantivos y la cadencia musical de nuestras palabras más queridas. La lengua es el hogar, la patria y la memoria.
Vuelvo, después de algunos años, a hospedarme en un albergue de jóvenes. Había olvidado la época en que viajaba sin un centavo, dormía en una cama en habitaciones que compartía con viajeros desconocidos y con baños diminutos para mucha gente. Las barritas energéticas me ayudaban a aguantar el hambre, ya que le robaba monedas al ínfimo presupuesto de la comida para comprar y enviar postales. Recordé, sin embargo, que pocas veces me había sentido tan libre y tan en el mundo como en esas ocasiones. Estar solo, viajar solo, es importante. Muchos de los grandes descubrimientos de nuestro carácter sólo se dan en soledad.
Marai sostenía que la consecuencia natural del amor es la aniquilación, que consiste en una felicidad absoluta en la que el miedo a perecer ha sido vencido. En una humanidad que cada vez es más incapaz de mirar las diferencias del espectro social (que es político) del metafísico en nuestra existencia, la gran literatura de Europa Central (curiosamente, mucha de la que sufrió el discurso único, represivo y fanático del comunismo) nos permite indagar en estas posibilidades humanas, desde el espíritu. Hungría, creo, ha sido un recordatorio sobre la importancia de la soledad para edificar al individuo pero también sobre esa otra experiencia humana, profundamente metafísica, que es el otro. Todavía no alcanzo a adivinar las consecuencias que estas meditaciones, que este largo viaje, tendrán en mi vida. Lo que sé es que Budapest me ha sucedido como pensaba Marai que se dan los grandes acontecimientos de la vida: en silencio. (O)