Dicto talleres de narrativa personal. Motivo a mis talleristas a recordar, a contar sus primeros afectos y a escribir sin miedo. Al final de cada clase, una mezcla de alegría y de nostalgia me invade y de pronto me sorprendo a mí misma a la madrugada recordando, contando mis primeros afectos e intentando escribir sin miedo.

Yo estaba en Guayaquil el día que me llamaron a decir: El abuelo no puede levantarse, sus piernas no le responden y sus pies están de un color rojo oscuro, medio morado. Volví de inmediato y llegué directo al hospital donde lo habían internado contra su voluntad. Papá recostado y con suero pedía que lo lleváramos a la casa. Entró el médico a cargo con una serie de resultados, de los exámenes que le habían hecho, en la mano. Mi querido doctor, hay ciertos valores que no están bien, tiene que quedarse aquí unos cuatro días porque según mi diagnóstico usted tiene una trombosis, le dijo. Papá se incorporó y pidió los papeles. Los miró con detenimiento y a renglón seguido preguntó: ¿Usted estudió? ¿Dónde estudió? Claro, doctor, soy su colega, estudié en la Universidad Central. Discúlpeme, pero usted no sabe nada, ¿sabe qué es lo que yo tengo? ¡Vejez! Y eso, estimado colega, no se cura. Quíteme el suero y páseme mi leva porque me voy a mi casa. Papá murió tres años después, a los 91 años.

De la vejez no se salva nadie; de la estupidez, unos pocos. A mí me sorprende la solvencia con la que los jóvenes, especialmente en las redes sociales, utilizan el término viejo como peyorativo. Ante un video homofóbico comenté en Twitter, “Me da horror que siendo tan joven tenga esas ideas”. La respuesta (que me sigue causando gracia ahora que la escribo) fue: “Horror es verte lo vieja y fea que eres”. De inmediato escribí: “Ahí tienes, yo no me veo ni tan vieja, ni tan fea”.

La psicoanalista francesa Maud Mannoni en su libro Lo nombrado y lo innombrable dice que la noción de vejez se ha fijado arbitrariamente y que se la confunde con el fin de la vida activa, y cita a Sartre: “Un anciano jamás se siente un anciano. Comprendo por otros lo que implica la vejez en aquel que la mira desde afuera, pero yo no siento mi vejez”. Y es que la vejez no tiene nada que ver con la edad cronológica, es un estado del espíritu. Hay viejos de 20 años y jóvenes de 90. Es cuestión de generosidad del corazón, pero también una manera de conservar dentro de nosotros la suficiente complicidad con el niño que fuimos, continúa la autora.

Yo concuerdo con ella, viejo es quien dejó de soñar, quien no sabe querer ni puede respetar y tolerar al otro. Mientras tengamos afectos y ternura, risas y abrazos, ganas de vivir y gente que nos escuche, que nos lea y que nos diga permanentemente que nos quiere, no seremos viejos.

Lo importante es mantenerse activo, disfrutar del chocolate y de la nostalgia, vivir ahora con toda la experiencia que por diablos y viejos hemos acumulado. (O)