Vine, vi, vencí. Famosa frase atribuida a Julio César, brillante estratega militar, orador, político y escritor, usada –según se dice– en una carta dirigida por él al Senado romano, en referencia a su rápida victoria en la batalla de Zela en el año 47 antes de Cristo contra las fuerzas del Reino de Bósforo, actual Turquía.

El afán y ambición de poder, y la consolidación de Cayo Julio César como emperador, nada tienen de similar con la actitud de servicio, la sencillez, la humildad y hombría de bien de Julio César Trujillo.

Sin embargo, Julio César Trujillo también vino, vio y venció. Vino por la votación de un pueblo que quería liberarse de un sistema oprobioso, heredado, lleno de corrupción, montado con la peor de las perversidades, que tenía tomado e infectado todo el entramado del Estado: Contraloría, Fiscalía, Superintendencias, Corte Constitucional, sistema judicial.

Vio lo que todas esas instituciones habían hecho contra la democracia. Vio cómo ellas habían sido utilizadas para tapar todo, absolutamente todo lo que la FaRC (familia revolución ciudadana) había hecho en el Ecuador durante 10 años, cómo habían sido usadas para legitimar las persecuciones, las violaciones a los derechos humanos, a la libertad de expresión. Vio cómo se las había usado para chantajear, para meter en prisión a ciudadanos inocentes, y para dejar en la impunidad todos los posibles crímenes, incluyendo asesinatos.

Y venció, porque con la ayuda de un puñado de ecuatorianos que lo acompañaron, logró romper una telaraña que de no haber sido rota, nos tendría sumidos todavía en un esquema diseñado y controlado por el SSXXI para transformar al Ecuador en una sociedad tan cargada de impunidad y tiranía como Venezuela, y tan mortalmente herida como todas aquellas donde ya no existe democracia: Bolivia, Nicaragua, Cuba.

La muerte quiso sorprenderlo en el momento en que el país lo estaba mirando como nunca antes en su historia. Con la sabiduría que tiene la vida, se produce su deceso cuando todos los ecuatorianos podemos más que nunca valorar su trayectoria, y reconocer que fue un hombre que actuó siempre de acuerdo a su conciencia y a sus principios.

Inspirado en la doctrina social de la Iglesia, su accionar político, y su participación en los asuntos públicos, siempre fueron motivados por los más altos ideales. No por el odio, no por volver a unos ecuatorianos contra otros, no por la lucha de clases, no por las doctrinas de los totalitarismos, sino por los eternos valores del cristianismo.

Su fe fue siempre sincera. Hace poco, el día 2 de mayo, fecha en la cual se celebró la misa en la cual tomó posesión formal del Arzobispado de Quito su nuevo titular, monseñor Alfredo Espinosa, y a la cual tuve el gran privilegio de asistir, Julio César Trujillo con toda humildad, mientras el nuevo arzobispo, casi treinta años menor que él, hacía su ingreso por la nave central, se acercó a pedirle su bendición estremecido con una fe a flor de piel. No tuvo vergüenza, ni pudor ni respetos humanos.

El interpretó en algún momento la doctrina social de la Iglesia posiblemente en un tono diferente al que la hubiéramos interpretado otros católicos. Pero nunca dejó de hacerlo con la conciencia de que era lo correcto, y de que estaba cumpliendo una misión.

No es nada sorprendente que haya recibido en los últimos días de su vida una ofensa infame de ciertas gentes que lo agredieron. Más bien, esas ofensas confirman su trayectoria, pues vinieron precisamente de quienes han pensado y actuado diametralmente opuestos a lo que fue su forma de ser y actuar. Tales ofensas son una medalla, una condecoración a su lucha y a su legado, pues son la prueba irrefutable de que jamás estuvo con quienes prostituyeron a la sociedad ecuatoriana carcomiendo todas sus instituciones.

La vida de Julio César Trujillo no quedó en la intrascendencia, sino en el servicio. El país le debe mucho. Se requería una persona de su transparencia y estatura moral para lograr lo que parecía casi imposible: Desarmar un sistema diseñado para ser indestructible. Un sistema que había sido concebido para que, gane quien ganare las elecciones, el poder siguiera siendo controlado por las cabezas de la FaRC.

Solo la voluntad del pueblo ecuatoriano, la bondad del Dios en el cual creyó Julio César, y la decisión del Consejo Transitorio de Participación Ciudadana nos abrieron una esperanza de empezar a salir de esa trampa mortal.

El mejor homenaje a su mejoría es reconocer que queda mucho, todavía mucho, por deshacer de todo aquello que se hizo por volvernos una sociedad similar a Cuba y Venezuela, y que no debemos desmayar hasta salir de todo aquello que en alto grado permanece todavía de esta perversa herencia, entre otras cosas, la existencia futura de ese mismo Consejo que él presidió, y la constitución del Ecuador hecha por gente que pensaban del Ecuador en forma muy distinta de lo que Julio César Trujillo pensó.(O)