Así se llama una novela que todavía no se ha comentado mucho, pero con la que hay que contar desde este año en adelante. Es inusual que un escritor ecuatoriano ponga la mira sobre un punto muy distante de sus contornos y encuentre una historia digna, caudalosa y humana que cultivar en medio de adecuadas decisiones narrativas.

Se trata de Wladimir Chávez, quiteño radicado en Noruega en labores universitarias, pero siempre atento a lo que ocurre en las letras nacionales, tanto que su participación en el concurso “Miguel Riofrío”, de la Casa de la Cultura, Núcleo de Loja, del año pasado, le permitió alzarse con el primer premio. Circula así esta novela casi corta (216 páginas), de reducido tiraje, con lo que le costará más hacerse de lectores pese a sus méritos. Luego de dos libros de cuentos, con traducciones al inglés y al italiano, el autor da el paso hacia la novela como uno de esos gestos que llevan implícita su necesidad: tener mucho que contar.

Lo que fue noticia en los periódicos en esta parte del mundo, allá por los noventa, de la mano de Chávez se hace carne viva, dentro de un círculo de evocaciones y a varias voces, cuando desde la matriz de un periodista asentado en Quito, se reconstruyen los hitos de la destrucción de Yugoslavia por medio de desmembramientos entre sus facciones serbias, croatas, bosnias y albanesas. Las tensiones sociales y económicas por un lado y religioso-étnicas por otro explican las atroces acciones de una guerra que, a su tiempo, obtuvo lenta atención de parte de Occidente y que en mucho estuvo liderada por el perverso concepto de la “limpieza étnica”.

La humanización del relato de Chávez –y no podía ser de otra manera– brota de las emociones de un narrador que ve los hechos desde el presente, estimulado por encargos periodísticos (debe escribir un análisis de una crónica ajena, un artículo que vuelva sobre el acontecer de la antigua Yugoslavia) y recrea su paso por los países implicados, así como por Dinamarca, donde había estudiado. Aunando testimonios de viejos compañeros y datos de Internet, va desenrollándose un pasado de quince años, cuyas imágenes justifican el encerramiento de tres días. De esta manera, vida cotidiana y vida extraordinaria avanzan paralelamente y con claridad, siempre y cuando el lector ingrese en la dinámica de vivir y recordar.

Un hilo conductor de vivo color es la relación sentimental que el narrador entabla con una chica bosnia de dolorosas experiencias. Las mujeres fueron (siempre han sido) víctimas preferentes de las guerras y las que sobreviven quedan heridas psicológicamente para siempre. El dulce recuerdo de esa mujer emerge con fuerza y va conduciendo la reconstrucción del narrador para convencernos de que hay una vida tan fuerte como la real, en el mundo de la memoria.

La mayor habilidad de la novela se afinca en el diseño de olas memorísticas apuntaladas en fechas históricas: cuando el intelectual Nikola Koljevic, ya en el gobierno serbio, ordenó el bombardeo que destruyó la biblioteca de Sarajevo, en 1992, se justifica la conclusión: “las armas y el poder transforman a los hombres en bestias”.

El estilo de Chávez directo, fluido, con abundantes pinceladas reflexivas y líricas nos pone en la nariz el aroma de las flores quemadas, que representa el horror de una guerra.(O)