El debate sobre las razones por las que alguien decide suicidarse tiene tan larga historia como la propia humanidad. Ya estuvo en la preocupación de los filósofos griegos e incluso uno de ellos, Sócrates, la puso en práctica cuando fue acusado de corromper a la juventud. Debieron pasar más de mil doscientos años desde ese episodio para que se comenzaran a buscar explicaciones confiables sobre ese acto tan poco común en el mundo occidental. Freud y Lacan empezaron la indagación en el campo de la sicología, mientras Durkheim lo hacía en el de la sociología. Los estudios han avanzado mucho, especialmente en la sicología, que está en capacidad de entenderlo bastante bien e incluso de prevenirlo (como podrá hacernos conocer el vecino de columna Iván Sandoval cuando aborde el tema). Pero las explicaciones son más complicadas cuando el suicida es un político, y más aún un expresidente que llegó a esa decisión no por causas personales (afectivas, económicas), sino por una situación derivada precisamente de su condición de político.

El suicidio de Alan García fue un acto político y, como tal, debe tener una explicación en el ámbito de la política. Sin duda, hay actos políticos que se hacen sin considerar las consecuencias, pero ello no ocurre en los que estas pueden ser desastrosas. El costo de este era la propia vida, de manera que no cabe pensarlo como el producto de un acto irreflexivo realizado sin atender a los posibles resultados. Como todo político –y mucho más como los que se sienten divinamente elegidos para el liderazgo–, García buscaba trascender en la historia. Con el cambio drástico que dio en su segunda presidencia demostró que podía adaptarse a las circunstancias, enmendar las locuras que hizo en la primera y convertirse en estadista. La persistente búsqueda de un tercer periodo, acompañado en más de una ocasión por el boicot a sus propios compañeros de partido, confirmó su ambición y su convicción de líder irreemplazable. La pregunta es, entonces, por qué un personaje de este tipo y con esas aspiraciones tomó la decisión de matarse en lugar de enfrentar la justicia y, una vez superado el tema, seguir en el escenario político por varios años más.

La respuesta probable es que se vio acosado por las evidencias. La inminente declaración ante la justicia peruana del brasileño Barata, el encargado de las coimas de Odebrecht, seguramente contendrá pruebas que apuntarán directamente a García. En el plazo de pocos días se derrumbarían todas sus defensas. Si antes fracasó en su intento de obtener asilo en Uruguay, el destino más probable era la cárcel. Pero nuevamente surge la pregunta sobre la elección del suicidio como mejor opción. Quizás hay que volver a la explicación sicológica, con una dosis política. Entre otras hipótesis, en su obra Tótem y tabú, Freud sostuvo que los impulsos suicidas son, por lo general, autocastigos por deseos de muerte dirigidos a otros. Si es así, seguramente con su muerte quiso matar a quienes lo perseguían. Penosamente, la realidad es que mató su propia historia. (O)