Hace unos días el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince dictó una conferencia en el Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito. Él es autor de la exitosa novela El olvido que seremos y de otras importantes obras. La intervención se titulaba Ficción o no ficción, that is the question; en los hechos versó sobre la memoria, el olvido, y, derivado de estos, el perdón. En la disertación y el diálogo que la siguió se citó, una y otra vez, a Jorge Luis Borges, otro obsesionado por esas materias. Soy tímido y rara vez intervengo en estos coloquios, pero esa noche tenía el tema ardiendo en la piel y me atreví a importunar al gran personaje. Mi inquietud se basaba en un aforismo de Borges: “no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”. Pregunté a Abad Faciolince si él compartía este punto de vista, tomando en cuenta que el mismo autor argentino dijo: “solo una cosa no hay. Es el olvido”. De lo que entendí, el colombiano, en el fondo, comparte la visión del maestro y asimila el perdón al olvido.

Creo que el olvido es una ilusión tan engañosa como la memoria. Salvo el caso trágico de una enfermedad o accidente cerebral, el olvido radical, ese borrado definitivo de un hecho es imposible. Solo existe en la muerte y el perdón no es un olvido sino un recuerdo. Si fuese un olvido no tendría mérito ético. Se trata, eso sí, de un recuerdo desarmado, una memoria que no solo está dispuesta a no buscar la venganza, sino que no la quiere. La sed de venganza es una de las pasiones más estériles. No persigue la reparación, sino aplacar la ira. Siempre insatisfactoria, es un fuego efímero que solo deja ceniza en el alma. Concientizada esta inutilidad se deja de buscar la venganza, pero ¿eso es perdón?

Para ciertas instancias el arrepentimiento se considera prerrequisito del perdón. El significado etimológico de arrepentirse sería algo así como “sentir mucha pena” por haber ejecutado determinada acción. Es una sensación interna, de la que la única evidencia es la palabra del sujeto. Si viene acompañada de la reparación, se torna más creíble pero, a más de que en muchos casos la reparación es imposible, se puede reparar y no estar arrepentido. Así podemos especular indefinidamente. Debemos conformarnos asumiendo que el arrepentimiento es un acto simbólico, la declaración de una supuesta desazón, que los ofendidos aceptan. Se supone, casi necesariamente, que viene acompañada de un propósito de enmienda, del compromiso de no repetir la falta. El perdón, visto así, se encarrila en la misma categoría. Ante la imposibilidad de comprobar que ya no se desea ninguna venganza, la declaración y compromiso de la víctima de que tampoco la buscará, se aceptan. Es también un acto simbólico. Las relaciones entonces se apaciguan, se hace la paz. El tiempo moderará y finalmente apagará los impulsos violentos desatados por la ofensa. ¿Es acaso ese apagarse de la pulsión vengativa el olvido del que hablaba Borges? (O)