Alberto, aprendí a conocerte a través de tus canciones, las que al poco tiempo fueron mías. Aprendí de memoria tus letras y a entender pausadamente lo que en ellas decías. Aprendí a soñar viendo los castillos en el aire y aprendí a tenerte siempre en un rincón del alma.

Te vi por primera vez en una kermés del colegio Cristóbal Colón, tenía 19 años de edad, y tú empuñabas aún una guitarra la que años después no podías interpretar por tus complicaciones con la carótida, cuando enfrentaste la muerte por primera vez.

Una sopa de cebolla en la casa de Bernard Fougères fue el inicio de una duradera amistad, eso hace algo más de 20 años. Publiqué tu último libro Por los cuatro costados y promoví tus conciertos, incluso uno sinfónico en el primer aniversario de la muerte del cantante Facundo Cabral.

Guayaquil te acogió siempre como hijo, y dos presidentes te condecoraron con sobra de méritos.

Compartimos almuerzos, cenas, planes, charlas, anécdotas. Aprendí de ti a ver la poesía como parte de la vida misma y a no tener recelo en compartir mis emociones. Nos abrazamos y despedimos tantas veces que ya era casi como un ritual y un eterno hasta luego.

Nos vimos y charlamos por última vez en septiembre de 2018 cuando dabas un concierto en Querétaro, se te veía agotado, sin embargo pisaste el escenario y tu voz estaba ahí, intacta y potente.

Esa misma voz se apaga hoy, el amigo se fue del todo, llevándose la vejez como antesala de lo inevitable, las miguitas de ternura de todos los que te queremos y la pena más intensa que no la podrá llenar la llegada de otro amigo.

Querido Alberto, si estas letras como el viento a dónde quieras escucharlas te reclaman, serás plural porque lo exige el sentimiento cuando se lleva a los amigos en el alma.(O)

Ramiro F. Cepeda Alvarado,

abogado, Guayaquil