En perfecta armonía con la presentación de sus candidatos bajo el membrete del movimiento liderado por un individuo procesado y encarcelado (PPL, según el eufemismo revolucionario), el correísmo escogió como su máximo representante al exintegrante de una pandilla urbana. Para no perder la costumbre, retomó la pauta que siguió durante diez años y divulgó la grabación –realizada ilegal y clandestinamente– de una conversación telefónica entre la presidenta de la Asamblea y la ministra del Interior. En fin, nada que pueda llamar la atención. Esa y no otra es la conducta que se puede esperar de un grupo que hizo del espionaje un instrumento político y del chantaje una práctica cotidiana. Nada más puede provenir de quienes intentan parapetarse en una ideología, que sin ningún respeto han arrastrado por los suelos, para tapar las pillerías generalizadas.

Pero el asunto toma ribetes preocupantes cuando se ve la reacción de los otros sectores e incluso de los medios de comunicación. Como si se diera por hecho que el espionaje es una práctica normal de la política, apenas se ha puesto interés en la utilización de la grabación, en la forma en que fue obtenida y sobre todo en lo que significa que eso ocurra en los niveles más altos de la política. El largo tiempo vivido bajo la vigilancia del gran hermano parece haber convertido en normales a las prácticas más aberrantes. Desde el lado correísta se las ha tratado de justificar comparando con lo sucedido en el caso de una de las diezmeras y en el de los compadritos lindos. Es verdad que en esas ocasiones la divulgación de conversaciones grabadas fue fundamental para las destituciones, pero cabe recordar que estas vinieron desde adentro. Fieles a la práctica vigente en esos tipos de familias, los propios involucrados fueron registrando en audios –y seguramente en videos– las conversaciones que podían ser comprometedoras, y ellos mismos se encargaron de difundirlas.

Si para el conjunto de la sociedad este comportamiento debería ser una causa de carácter ético más que suficiente para rechazar a quienes utilizan esos recursos, para los actores políticos debería ser un llamado de atención sobre el lodazal al que son llevados aun en contra de su voluntad. Ya lo lograron con la presidenta de la Asamblea, que tuvo que buscar justificaciones en nombre de la estabilidad y la gobernabilidad en lugar de apelar a la ética. Lo están logrando también con el gobierno, que ha quedado a la defensiva y sin apoyo seguro, estable y consecuente en la Asamblea. Quedó claro que allí los números son tan variables que no puede asegurar cuántos son los miembros de su bancada y mucho menos confiar en los grupos que podrían beneficiarse de una buena gestión gubernamental. Si a esto se suma la cantidad de rabos de paja que pueden incendiarse con la más pequeña chispa, se completa el dibujo de un panorama penoso, un ambiente propicio para el imperio de esas prácticas a las que nos acostumbraron y que, según se puede ver, no somos capaces de erradicarlas.(O)