Hoy no hay números, sino reflexiones sobre la cadena de la vida: a menudo, solo un hijo termina siendo como la figura del padre dentro de su familia. Puede ser el que lleva el mismo nombre del padre, depende de la relación que haya tenido con él. Es decisivo que en su momento lo haya enfrentado, y más si esa oposición fue respetuosa de su rol. Ese hijo que mejor simboliza al padre típicamente termina absorbiendo una mayor parte del legado psicológico familiar (a veces también del material). Dos hermanos destacados en una misma familia es raro. La relación con el padre y la madre es tan importante que sistemas modernos para explicar la formación y diversidad de caracteres dan por sentado que es la naturaleza de esas dos relaciones lo que determina la personalidad, de por vida.

Que por siglos la primogenitura haya sido una institución legal que daba derechos sobre los hermanos y que en la Biblia se insista tanto en que la relación del Dios Padre es con su hijo único son claras indicaciones de que la unicidad de la filiación merece reflexión. La multiplicación de los hijos genera diversidad y posibilidad de unión, aunque también, como en la aritmética: su otra cara es la división.

En la relación padre-hijo hay siempre más que dos: es una dualidad secuencial, hilo conductor de la cadena de la vida. Esto se hace explícito en las familias que le ponen el nombre del padre a un hijo y el del abuelo a otro. La dualidad se desdobla y las relaciones del padre con ambos hijos se ve afectada (para bien o para mal) por lo pasado en la relación del padre con su propio padre. Así, el padre y los hijos tienen la ocasión de modular la memoria, reafirmando o modificando, según la iniciativa personal de cada generación. La dificultad entre unicidad y multiplicidad también es resuelta por algunos repartiendo el nombre del padre entre sus hijos, que lo llevan todos de segundo nombre.

Para el hijo, el padre es único. La multiplicidad que encarnan sus hermanos lo fuerza a replantear su relación única en la diversidad, lo que no es fácil, pues más allá del anhelo de unión y amor que la fraternidad inspira, el hermano es siempre ocasión de comparación y eso trae crecimiento, pero también envidia y hasta odio. En todo caso, la carrera por la vida, más allá de las apariencias y modales que asumimos de adultos es, a menudo, una disputa de hermanos que luchan por el reconocimiento del padre. Lo fue la de Esaú que quiso matar a Jacob, o la de los hermanos de Josué que lo vendieron, aunque luego se reconvirtieron al espíritu paterno de unidad, gracias al acto heroico de Josué (el padre pone la Ley, pero el hijo es quien salva). La guerra de ciertos árabes contra Occidente tiene en su origen una disputa por el reconocimiento paterno. Los psicoanalistas llegan a decir que toda pelea es fraternal. La falta de ese reconocimiento, o incluso una diferencia de trato, puede convertir a la persona en un frustrado (siempre lanzando piedras contra quien simbolice al padre discriminador).

Como padres, debemos escudriñar lo profundo de nuestra relación con nuestros progenitores, para poder transmitir un legado que multiplique sin dividir, que potencie la solidaridad y empatía entre hermanos y vecinos, en el nombre de una hermandad que todos anhelamos. (O)