Reconocimiento del fracaso y premio a una torpeza. Aunque suenen muy duros, esos calificativos le caben a la creación de la Secretaría Anticorrupción. Que el Ejecutivo conforme un organismo adicional a toda la maraña de instituciones que existen para ese fin es una forma indirecta de decir que estas no cumplen con sus objetivos o que los cumplen a medias. Ponerle a la cabeza de ese organismo al funcionario que se arrogó funciones de fiscal –una acción que podía derivar en la impunidad de los testaferros con los que hacía el acuerdo– es un intento de limpiarle la cara retroactivamente.

En cuanto a lo primero, queda claro que el Gobierno ha decidido abrir un camino paralelo al de las instituciones existentes en lugar de contribuir a su fortalecimiento. Se supone que a la Contraloría, la Fiscalía, la Defensoría Pública, la Defensoría del Pueblo, las superintendencias e incluso al absurdo engendro que es el Consejo de Participación Ciudadana les corresponde alguna responsabilidad en las funciones de control y vigilancia de los recursos públicos. Si no las están cumpliendo, la solución no es crear nuevas entidades. Menos aún si, desde el inicio, el nuevo cargo tendrá funciones limitadas, porque se supone que rige aquel principio básico del régimen republicano que es la división de poderes. Ese principio le impide intervenir en ellas y desarrollar actividades que les son privativas. Su bautizo como secretaría no podrá ser el aval para seguir dando pasos en falso, al margen de la ley y de los procedimientos, como fueron los acuerdos con los testaferros.

Para no repetir un error ajeno habría sido suficiente que en Carondelet recordaran la historia reciente, de la que algunos de quienes están por ahí fueron parte. La misma secretaría se creó en el gobierno anterior y es un hecho que, salvando su inicio como escobita nueva, tuvo una trayectoria penosa. La mayoría de quienes la dirigieron actuaron como leales militantes y sumisos súbditos del caudillo. Esto exigía calcular el costo político antes de difundir una denuncia de actos de corrupción producidos en las esferas gubernamentales. Y obligaba a sepultarlos si estos ocurrían en el entorno inmediato. Mientras los corruptos bailaban alrededor (y se dice que también adentro, como uno de sus secretarios que está acusado de cobrar doble sueldo), de esa oficina nunca salió una denuncia que pudiera judicializarse. El obstáculo no era solo la fidelidad, sino su carácter de instancia política dependiente, en línea directa e inmediata, del presidente, tal como la actual.

El Gobierno cuenta con los instrumentos adecuados para cumplir con la parte que le corresponde en la lucha contra la corrupción. Más allá de que los ministros, especialmente los del área política, pueden y deben trasladar las sospechas y las denuncias ante la Contraloría y la Fiscalía, la función fundamental de sus integrantes es dejar actuar a esos organismos (siempre que no estén “Polit-izados”). La creación de instancias paralelas es estéril y solo sirve para enmarañar un tejido que ya es enredado. Hay otras maneras de premiar a funcionarios imprudentes. (O)