Leía con interés la singular situación por la que atraviesa Óscar Arias, expresidente de Costa Rica y Premio Nobel de la Paz en 1987; para ponerlo en perspectiva, Arias es un político cuyo prestigio y reconocimiento se pensaba estaban situados más allá del bien y del mal, sin embargo su credibilidad se ha visto afectada por una serie de denuncias presentadas en su contra en los últimos días por el delito de abuso sexual; la más reciente ha sido la interpuesta por una exreina de belleza de Costa Rica, habiendo sido precedida por otras de varias mujeres que argumentan haber sido víctimas de agresiones sexuales por parte del expresidente. En otros tiempos la mera presunción de un acto indebido cometido por un personaje político hubiese sido objeto de rechazo y vergüenza.

Sin perjuicio de que se llegase a comprobar en los respectivos procesos judiciales la culpabilidad o no de Óscar Arias, resulta claro que la posibilidad de revelar agresiones sexuales se ha visto facilitada en los últimos tiempos por todos los movimientos y campañas, a nivel global, que sostienen la necesidad de levantar la conciencia en todas aquellas mujeres que han experimentado, en algún momento de su vida, algún tipo de abuso sexual, teniendo especial connotación el movimiento Me Too iniciado de forma viral en las redes sociales y que ha permitido revelar nombres de personalidades políticas y artísticas acusadas abiertamente de dicho delito. Es muy posible que sin la militancia de la campaña de concienciación de esta ola de denuncias de abuso sexual –muchas de ellas con total fundamento y validez–, acusaciones como las expuestas en contra del expresidente costarricense nunca se hubiesen admitido en toda su complejidad y gravedad.

En otras partes, las denuncias de abuso sexual en contra de políticos son muy frecuentes; en Estados Unidos, por ejemplo, se divulgaron en estos días acusaciones de racismo y de abuso sexual que involucran al gobernador y al procurador del estado de Virginia, provocando naturalmente una crisis política de magnitud en dicho estado. Sin embargo, en el caso de nuestro país, no han existido o al menos no se han divulgado denuncias de abuso sexual en contra de actores políticos, lo que podría indicar, por una parte, la probidad y decencia de aquellos, pero por otra, podría sugerir que en el Ecuador persiste la presunción por parte de las afectadas de que una denuncia por abuso sexual en contra de personas relacionadas al poder político simplemente naufragaría entre el desprecio y el descreimiento. ¿Hay razones válidas que sustenten dicha presunción?

Lo que sí es inobjetable, citando casos de otros países, es que las carreras políticas de los acusados por abuso sexual terminan arruinándose de forma vertiginosa, sin posibilidad cierta de redención. ¿Qué pasaría en nuestro país si un político ampliamente reconocido termina envuelto en un caso de abuso sexual? ¿Podría salvar a cualquier costa su credibilidad y vigencia, o terminaría siendo rechazado por sus seguidores y electores, hundido en la más absoluta soledad? (O)