La opinión de muchos varones ecuatorianos (incluyendo opinólogos de páginas digitales) con la reciente actuación de la asambleísta Ana Galarza resulta más parecida a una decepción amorosa que a una reflexión crítica o a una opinión política. En los comentarios lanzados en las redes y en aquellas páginas, abundan las referencias a la belleza de la aludida, a la sensación de engaño y despecho masculino, y a la velada, machista y apresurada conclusión: “Anita resultó igual que todas”. Sólo faltan los mariachis y el tequila para revivir a José Alfredo Jiménez, cantando el escándalo más reciente de una política y una sociedad que vive de los escándalos. Una sociedad maniquea y reductora de cabezas, en la que cualquier discrepancia (incluyendo esta columna) será clasificada bajo la mezquina dicotomía del “a favor o en contra”.

Aparentemente, la belleza de Galarza es un atenuante y al mismo tiempo un agravante, según muchas y contradictorias opiniones ciudadanas sobre el dictamen final de la comisión que juzgó su inconducta. Así, para algunos, los encantos y las lágrimas de la acusada conmovieron y sedujeron a sus jueces, tanto como la hermosa y casta Susana suscitó la salacidad de los suyos en aquel episodio del Antiguo Testamento. Para otros, o para los mismos, los crímenes de la asambleísta son imperdonables, y no hay ninguna diferencia entre esos delitos y aquellos que motivaron la destitución de otras asambleístas y la renuncia de una vicepresidenta de la República. Y todo esto, ¿por su bonita cara?

“Anita” no es igual que todas, porque ninguna mujer es igual que las demás. La proposición universal afirmativa del “Todas las mujeres…” no se sostiene, ni en la lógica modal ni en la vida real y dramática de cada mujer. De igual manera, cada mujer es “no-toda” en su relación con cada hombre con el que se vincula, y en sus intercambios con las demás mujeres. Esto quiere decir que no hay complementariedad perfecta, acoplamiento milimétrico y satisfacción plena entre un hombre y una mujer, ni entre dos mujeres. A lo sumo, hay momentos felices, productivos y placenteros, que pueden ser ausentes, excepcionales, intermitentes, o más frecuentes, según cada caso. Lo siento, Roberto Carlos, pero no hay “Cóncavo y convexo” en la vida amorosa de ningún ser hablante.

Si cada mujer es única y singular, habría que juzgar sus actos de la misma manera. El problema es el cargo que Ana Galarza ocupa y la imagen que ha construido, colocándose en la picota de la opinión, sensibilidad y sensiblería públicas. Una parte de su error consistió en verter su vida privada en la alcantarilla pública, como justificación inaceptable de sus actos, lo que ha provocado el refocilamiento de las masas moralistas e internetizadas, las mismas que demandan de sus líderes una perfección de la que ellas nunca serán capaces. Insisto en esta columna: los ecuatorianos no somos actores, sino espectadores criticones, gratuitos y bien repantigados.

¿Es Ana Galarza “rehabilitable”? Eso depende de ella, más que de sus veleidosos y decepcionados exadmiradores. Si hubo alguna verdad en su discurso previo: crítico, fiscalizador y valiente, ella podría sostenerlo. Pero si solo era para forjarse una imagen y carrera política, entonces “No le CREO”. (O)