Una característica de los hombres parecería ser la estupidez ancestral: ahí están la tozudez enfermiza de los chavistas de seguir arruinando el futuro de su pueblo, o las prácticas tribales en los recientes casos de violación y femicidio, o la reacción xenófoba de algunos ecuatorianos en contra de los refugiados venezolanos. La lectura cuidadosa de Las cárceles que elegimos (Barcelona, Lumen, 2018), de la escritora británica Doris Lessing (1919-2013), confirma lo eficaz que resulta volver a los textos del pasado para comprender el presente. Este libro reproduce unas conferencias de 1985 en radiodifusoras canadienses.

Lessing cuenta que, al final de la Segunda Guerra Mundial, en la Zimbabue donde creció (había nacido en el actual Irán), ¡un toro fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento por haber matado a su cuidador, un joven negro!, y que, en Francia, ¡un árbol fue condenado a muerte por estar vinculado a un general acusado de colaborar con el enemigo nazi! Para ella, estas acciones eran un espantoso primitivismo que persiste en nosotros y que nos lleva a conductas bárbaras: “Es esta una época en que da miedo estar vivo, en que es difícil pensar en los seres humanos como criaturas racionales. Dondequiera que uno mire solo ve brutalidad y estupidez”.

Lessing, que obtuvo el Nobel de Literatura en 2007, sostuvo posiciones cada vez más incómodas para quienes hicieron del dogma el instrumento del gobierno y del poder. Fue constante su preocupación de que, a pesar de que habitamos una época en que sabemos como nunca antes más de nosotros mismos, eso ha servido muy poco para la causa de la justicia y la paz. Sin embargo, creyó que había dispositivos que podrían ayudarnos a superar esta ceguera: “Contra estos instintos primitivos tan sumamente poderosos, tenemos lo siguiente: la capacidad de observarnos a nosotros mismos desde otras perspectivas”.

Lessing creía en la amplitud de la literatura para modificar en algo a los individuos: “Creo que los novelistas realizan muchas tareas útiles para sus conciudadanos, pero una de las que considero más valiosas es esta: posibilitar que nos veamos como nos ven otros”. Siempre preocupada por lo que pensarían de nosotros quienes vinieran después, cuestionó los fanatismos: “Cualquiera que haya leído algo de historia sabe que a menudo las apasionadas y poderosas convicciones de un siglo parecen absurdas e insólitas cien años después”. Basta recordar dónde fue a parar la gran promesa redentora (y sectaria) del socialismo.

“Lo de creer que nosotros somos los que tenemos la razón y los demás los que están equivocados; ver nuestra causa como la buena, la de ellos como la mala; nuestras ideas como las correctas, la de ellos como una idiotez, cuando no decididamente perversas… En fin, en nuestros momentos de serenidad, nuestros momentos humanos, cuando pensamos, reflexionamos y nos dejamos dominar por nuestra mente racional, todos sospechamos que eso de ‘yo tengo razón y tú no’ es ni más ni menos que una bobada”. Dentro de una o dos generaciones, lo que afirmamos con tanta convicción y vehemencia será visto como algo extraño. Son nuestras doctrinas las que nos meten en nuestras cárceles mentales. (O)