De manera lenta pero irreversible, los ecuatorianos nos hemos ido resignando a la criminalidad en nuestras calles, a la mortalidad en nuestras carreteras, a la ineficiencia de nuestras instituciones, a la corrupción de nuestros políticos, y a la informalidad de nuestro lazo social. En los barrios antes pacíficos, ahora se sabe que caminar hacia la tienda de la esquina pasadas las siete de la noche, es peligroso. En el Parque Metropolitano quiteño, otrora un lugar seguro para los trotadores y los ciclistas, hoy se reporta al menos un asalto cada semana. Una explosión de inseguridad, a pesar de los esfuerzos de los policías del UPC de cada sector. Lo que pasa es que la policía crece de manera aritmética y desfasada, y la delincuencia se multiplica de modo exponencial y organizado en nuestro país.

Pero si los ecuatorianos nos malacostumbramos a vivir con miedo e inseguridad, los turistas extranjeros y los ecuatorianos residentes afuera que vienen de visita, no tienen por qué hacerlo. Los visitantes están igualmente expuestos a la violencia cotidiana que nos asuela, y a la indefensión cuando acuden a las fiscalías y comisarías ecuatorianas para reportar el robo de sus pertenencias y documentos, y se encuentran con una estructura burocrática, indolente e incompetente. Entonces retornan a sus países, sintiendo que el Ecuador es un país bello en su naturaleza, pero incierto e impredecible en su funcionamiento social e institucional. Allá, algunos recomendarán a sus amigos en Estados Unidos o en Europa visitar algún país cercano, pequeño y parecido en algunos paisajes al Ecuador, pero más seguro, como Costa Rica por ejemplo.

En una época lejana, como en la vieja estampa de Ernesto Albán, hablábamos del “Ecuador, país de turismo”. Hoy, recibimos a los parientes, amigos y visitantes extranjeros con una lista de recomendaciones acerca de los sitios que pueden y los que no deben recorrer, y con las prevenciones que deben tomar para no sufrir un robo o un asalto. Así como las precauciones que deben guardar acerca del tráfico en nuestras calles y carreteras, y las contingencias que pueden sufrir en el trato con algunos operadores de turismo y hotelería nada serios. Igualmente, debemos advertirles que a veces las comisarías “no tienen sistema”, o “no es en la de ese sector sino en la del otro barrio”. Todo ello, unido al hecho de que nuestra fama de “gente amable y hospitalaria” se ha vuelto inmerecida, últimamente.

Aunque nunca lo hemos desarrollado plenamente, estamos ahogando al turismo, y lo estamos haciendo entre todos. Porque la garantía de su crecimiento y seguridad no depende solamente de las empresas, de los hoteles, de las autoridades o de la policía. Insisto, es un asunto de sociedad y cultura, es decir de solidaridad y de respeto a la vida, la ley y el valor de la palabra. O sea, de aquello que carecemos y que no podemos sostener ni transmitir a los más jóvenes. No culpemos al colonialismo ni a las potencias extranjeras por nuestro subdesarrollo turístico. Es exclusivamente nuestra responsabilidad, y es imperdonable que no nos hagamos cargo de lo que nos corresponde, manteniéndonos en la queja y en la victimización, incluso como política y discurso de Estado. ¡Ya basta!

(O)