Primo Levi, aquel discreto químico que fue prisionero en Auschwitz durante casi un año, y que escribió algunos de los libros mayores sobre los campos de concentración, como Si esto es un hombre, La tregua o Los hundidos y los salvados, pero que también escribió ficciones deslumbrantes, y digo deslumbrantes por el rigor y la transparencia con la que tematizó asuntos prácticamente incomprensibles para los profanos en las ciencias como yo, en su libro El sistema periódico, donde convirtió a veintiún elementos químicos, del hidrógeno al carbono, en motivos de recuerdos y ficciones narrados con, de nuevo, deslumbrante claridad, este autor, Levi, quiero contarles, publicó un artículo el sábado 11 de diciembre de 1976 en el diario italiano La Stampa titulado ‘Sobre la escritura oscura’.

Levi no niega la posibilidad de un lenguaje oscuro. Cita noblemente a uno de los poetas más oscuros del siglo XX, Paul Celan, pero lo cita como un ejemplo desgarrador de alguien para quien su lenguaje era “el reflejo de la oscuridad de su destino y del destino de su generación”. Levi también critica el lenguaje que nace del corazón, aparentemente espontáneo, traslúcido y directo. No hay que confundir escribir con el corazón que escribir con sinceridad. Lo dijo Orwell: “El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”. Como escritor de talento, Levi no quiere sancionar la supremacía de un estilo y censurar otro, sabe leerlos y reconocerlos a todos, pero advierte su preocupación por escrituras y lenguajes que tienden gratuitamente a la oscuridad, como una forma sutil de imponer el propio rango, de alardear de la posesión de la supuesta clave del enredo hermético. Remarca Levi: “Si se comunica mal, deliberadamente, es un malvado, o al menos una persona descortés, porque obliga a quienes lo siguen al cansancio, a la angustia o al aburrimiento.” También es algo insalubre, porque quien adopta ese lenguaje oscuro, dice Levi, “es un hipócrita o un inexperto”.

Dos meses después, en el Corriere della Sera, Giorgio Manganelli, mucho menos conocido que Levi, menos claro que Levi, pero no por eso menos interesante, incluso diría interesante justamente por su oscuridad estilística, respondió a Levi con un artículo titulado ‘Elogio de la escritura oscura’. Se le quedó algo en el tintero de manera que muy poco después, ya no en el Corriere della Sera sino en el Messagero, publicó otro artículo titulado ‘Algunas licencias poéticas contra la claridad’.

Era inevitable que Manganelli reaccionara, pero no por la exigencia de un modo de integridad intelectual, que es lo que en el fondo propone Levi, sino por defender el terreno de Celan, de quienes necesitan escribir de manera oscura, y porque la defensa de una racionalidad a ultranza, como la de Levi, convierte a esta racionalidad en un mito a la defensiva frente a la irracionalidad y lo inconocible. En su segundo artículo, Manganelli amplía y redondea sus ideas: el lenguaje no es un instrumento limpio, sino una “forma serpenteante, un animal lascivo”, y señala una palabra: “El lenguaje didáctico, orientado a personas que quieren aprender nociones que ignoran, tiende a limitar la gama de los significados y a eliminar los matices, aquel misterioso halo que circunda la palabra”.

“Halo” es una palabra antigua, viene del griego, y aparte de significar un círculo de luz difusa en torno de un cuerpo luminoso, en su raíz griega está vinculada a la palabra “sal” y por lo tanto vinculado a un sabor, al realce de una textura. Un lenguaje verdadero tiene ese halo que quizá no podemos explicar del todo, pero en el cual percibimos esa luminosidad y que, al mismo tiempo, le da sabor a la vida, echa luz tanto como echa sal.

No creo que Manganelli y Levi estén en bandos opuestos. Son dos curvas de la misma esfera ética que trabaja arduamente con el lenguaje contra su petrificación o anulación en medio de la oscuridad. Y hay dos casos más. El año pasado, al visitar a un colega peruano de la Escuela Normal Superior de París, en la brevísima calle Ulm, me quiso mostrar la biblioteca, la fuente de la Cour, y también dos aulas especiales de la Escuela. Yo nunca había estado allí, pero conocía ese raro prestigio de la École, que no es en sentido estricto una universidad al uso, sino que tiene una categoría particular entre los establecimientos públicos franceses. Allí estudiaron o fueron profesores Louis Pasteur, Simone Weil, Gabriel Lippmann, Michel Foucault o Pierre Bourdieu.

Las aulas que me quería mostrar mi colega son contiguas, sencillas, pequeñas, ya envejecidas, con los marcos de las puertas levemente carcomidos, pero recién pintadas de color crema. Podrían pasar por viejas aulas de un colegio de provincia francés. Nadie les habría hecho caso. Solo que hay dos plaquitas que encabezan cada puerta. Una dice “Paul Celan” y la otra, al lado, “Samuel Beckett”. Mi colega peruano sonreía viendo mi cara de asombro, mientras me explicaba que allí fue donde Celan y Beckett dieron clases. Dos de los escritores más oscuros y difíciles del siglo XX estuvieron allí preocupados por enseñar a jóvenes estudiantes. No sé qué tipo de maestros habrán sido. No tengo testimonios y no los he encontrado. Pero que hayan optado por la generosidad de compartir sus conocimientos a pesar de su silencio y aislamiento cambió mi visión sobre ellos y de alguna manera me dieron un poco más de luz para leerlos una vez más a pesar de su oscuridad.

Quizá para escapar de las oposiciones, convendría buscar puentes entre los distintos lenguajes, no rechazar en bloque ni la oscuridad ni la claridad, sino comprender por qué ciertos hombres y mujeres a veces son honestamente oscuros o complejamente transparentes, pero tampoco no aceptar las demagogias sectarias y militantes –como en la que incurre la “deriva reaccionaria de la izquierda”, según Félix Ovejero– que se vale del lenguaje despedazándolo para su uso instrumental con una claridad falsa o con una oscuridad engañosamente seductora. (O)

 

Un lenguaje verdadero tiene ese halo que quizá no podemos explicar del todo, pero en el cual percibimos esa luminosidad y que, al mismo tiempo, le da sabor a la vida, echa luz tanto como echa sal.