Ad portas el tercer decenio del siglo XXI, el Ecuador atraviesa por una serie de dificultades de carácter político, económico y de gestión estratégica que inciden de modo directo en sus perspectivas de cambio y modernización.

Esto, en un mundo que enfrenta nuevos retos, derivados en gran medida del progreso tecnológico observado en ámbitos claves y la paralela –por diversas razones– pérdida de credibilidad en los modelos juzgados “clásicos”.

En la coyuntura, el país no logra todavía solucionar sus problemas mayores: una gestión política poco proclive al consenso, que consolida estructuras inequitativas; una economía que, visto lo anterior, funciona regida por parámetros del pasado; en fin, una marcada incapacidad estratégica, lógica consecuencia de lo señalado.

El cambio en las sociedades actuales obliga a definir una nueva visión política del desarrollo y la construcción de liderazgos para el futuro. También de estrategias que viabilicen las transformaciones económicas y sociales que demanda el contexto internacional, cada vez más interdependiente y relacionado. Esto, aún en contra de “nacionalismos” que serán, seguramente, temporales.

A la clase política le corresponde, también en nuestro caso, la responsabilidad de interpretar y fijar las bases para la sociedad del futuro. Esto requiere precisar propuestas válidas, que reconduzcan la deliberación intelectual y la moral colectiva hacia la comprensión del mundo real y a actuar en consecuencia.

Lo anterior, admitiendo que los cambios deberán construirse en el marco de una economía de mercado. Al menos esta parecería ser una certeza, aunque la visión liberal de la economía y de la democracia enfrente importantes tropiezos en la coyuntura. La libertad negativa, vale decir, la obligación de someterse “irrestrictamente” a sus reglas, es causa de problemas de diverso orden, lo que manda a un esfuerzo de regulación apropiada, algo que se encuentra aún pendiente.

La política tradicional ha perdido fuerza: el mundo cambió en estos años y los países y sus grupos sociales tratan de inscribirse en las nuevas tendencias. Estas en buena medida provienen de una revolución tecnológica que ha favorecido, más que antes, el individualismo como norma de comportamiento.

Ese individualismo tiene, claro, expresiones de mercado. Pero las desigualdades sociales, que aún subsisten, deben ser objeto, siempre, simultáneamente, de esfuerzos por una corrección solidaria y eficiente. La regulación en ámbitos claves: monetario, financiero, externo, salarios, empleo, servicios, también ha de ser consistente y equilibrada ante las nuevas realidades y objetivos.

Hay que aceptar, en este escenario, que el mercado es solo un instrumento para llegar a estadios superiores de bienestar y debería ser, en tal perspectiva, concebido como un instrumento de progreso, cuyas formas están todavía por aplicarse, de forma perfeccionada, se entiende, sobre todo en países como los nuestros.

Como lo señala Noha (Yuval Noha Harari, 21 lecciones para el siglo XXI. Debate, Buenos Aires, 2018), “el (propio) relato liberal no se enfrenta a un oponente ideológico coherente como el imperialismo, el fascismo o el comunismo. El momento Trump (por ejemplo) es mucho más nihilista”, al menos si se confronta este enfoque –y también el de los seguidores del Brexit– con la perspectiva global a la que el mundo parece estar direccionándose.

La mayoría de los ciudadanos –y las alianzas anteriores– creen –dice Noha– “en la democracia, los mercados libres, los derechos humanos y la responsabilidad social, pero piensan hoy que estas ideas pueden detenerse en las fronteras nacionales”. De su lado, China, el otro coloso, recela de la democracia internamente, pero hoy por hoy es el “líder” del libre cambio internacional.

Una paradoja inexplicable, quizá repentina, que condicionó los esfuerzos de un conjunto de países por la transformación de sus estructuras económicas y sociales, vistos los efectos que podrían desprenderse de las decisiones que se han instrumentado desde hace poco tiempo, relativamente.

¿Cómo responden la política y la economía ante ese escenario en el Ecuador? ¿Enfrentan niveles de incertidumbre? ¿De qué depende plasmar la nueva orientación que se requiere? El fracaso de los modelos anteriores no parece haber precipitado hasta ahora una reflexión consistente por el cambio ni acuerdos valederos por el desarrollo.

Parecería que los poderes tradicionales continúan marcando la pauta y que las alianzas posibles se circunscriben aún a los actores de siempre. Las alianzas democráticas deberían estar normadas por valores, por utópico que esto parezca. Cuán posible es llegar a ello sigue siendo incierto, al menos si se revisa lo sucedido en todos estos años.

En Ecuador, la transición a la democracia no alcanzó los resultados esperados: los partidos políticos no lograron consolidarse. La persistencia de los problemas estructurales abrió una vez más las puertas a regímenes presidencialistas/autoritarios. Los resultados del “providencialismo” están a la vista.

¿Cómo cambiar esta realidad, que muestra estancamiento, limitadas iniciativas y alianzas democráticas fallidas? La gobernabilidad se encuentra, en este contexto, aún en crisis. Al mismo tiempo hay urgencia de un cambio integral de la estructura económica, que posibilite la modernización de la matriz de base y una mejor equidad, lo que no parece haberse logrado, justamente cuando se estructura un contexto externo al extremo dinámico, que impone nuevas alternativas, de forma permanente.

Cabe, pues, definir con urgencia el proyecto del país del futuro y en ese marco las perspectivas de los distintos sectores sociales, de modo objetivo. Postergar esa definición no es una “opción”. Nunca debió serlo.

La ausencia de visiones proactivas termina afectando el logro de los más altos objetivos nacionales. Esto se ha vuelto recurrente. El país no puede y no debe dejar que la rutina, cualquiera que esta sea, rija su destino. Menos ahora. (O)