Rafael Pástor Vélez *

Constantemente las “reglas de juego” en el Ecuador son modificadas por una avalancha de resoluciones, reglamentos y leyes, que vuelven al mundo empresarial una especie de odisea.

No obstante, ciertas reformas o implementaciones legales no son del todo negativas, ya que se vuelven necesarias cuando se ha aplicado durante un tiempo excesivo una norma obsoleta o inservible. Esto sucedió́ en materia ambiental en el Ecuador, ya que, pese a que en el año 2008 nos convertimos en el primer país en haber reconocido derechos a la naturaleza formalmente, demoramos casi 10 años en producir una normativa que jerárquicamente tenga el peso correcto para regularizar esta materia tan importante. Así́ es como fue promulgado en abril del año 2017 el Código Orgánico Ambiental (COA), el cual entró́ en vigencia en el mismo mes del presente año.

No entraré́ de lleno a analizar si estoy de acuerdo con todo su contenido, pero sí adelantaré que considero que se pudo haber hecho mucho más. Sin embargo, ante la espera tan prolongada, se aplica en su perfección el adagio popular “más vale tarde que nunca”. Lo cierto es que esta nueva normativa trae consigo un cambio de reglas interesantes, que vale la pena tener en cuenta. Me enfocaré exclusivamente en las multas ambientales, las cuales anteriormente se encontraban contempladas en el texto unificado de legislación secundaria medioambiental, mejor conocido como Tulas o Tulsma y que determinaba que estas podían oscilar de entre 20 y 200 salarios básicos unificados.

El margen antes referido no ha sido reformado por el COA, pero sí el método de cómo se debe aplicar. Con el Tulas se debía imponer las sanciones dependiendo del nivel y tiempo de incumplimiento de las normas, lo cual podía conllevar a sanciones más drásticas en determinados casos. Este análisis correspondía exclusivamente a la autoridad ambiental, la cual gozaba de una discrecionalidad absoluta que en ocasiones resultaba en arbitrariedades contra los administrados. Mediante el COA se eliminó esta “sana crítica” y se adoptó un sistema taxativo de sanciones, que, aplicando el principio de progresividad, procura que los que “tienen” más paguen más.

Para explicarlo de manera más detallada, el administrado que comete la infracción pasaría primero a encasillarse dentro de cuatro posibles grupos que se encuentran diferenciados por sus ingresos brutos. El resultado de este análisis la norma lo ha denominado como “capacidad económica” (artículo 323 del COA). Posteriormente, se clasificaría la infracción cometida en tres categorías: leve, grave y muy grave. A mayor “capacidad económica” y gravedad de la infracción, más elevada será́ la multa por pagar. A manera de ejemplo, una de las causales más frecuentes por la cual se inician procedimientos administrativos en materia ambiental proviene del incumplimiento de los parámetros de descargas de efluentes, esta infracción se encuentra tipificada como muy grave conforme el artículo 318 numeral 11 del COA, por lo que la sanción podría derivar, dependiendo de la capacidad económica, en los siguientes escenarios: Grupo A (capacidad económica de 0-1 fracción básica gravada) multa de 10 salarios básicos unificados; Grupo B (capacidad económica de 1-5 fracciones básicas gravadas) multa de 50 salarios básicos unificados; Grupo C (capacidad económica de 5-10 fracciones básicas gravadas) multa de 100 salarios básicos unificados; y Grupo D (capacidad económica de 10 a más fracciones básicas gravadas) multa de 200 salarios básicos unificados.

Sin duda alguna se trata de sanciones elevadas que podrían afectar considerablemente a una empresa. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que lo drástico de esta medida tiene como propósito persuadir al empresario para que en todo momento cumpla con el principio preventivo, esto es, que se tomen todas las medidas necesarias para anticipar y neutralizar cualquier riesgo ambiental. Para lograrlo, es indispensable que se redefinan las prioridades dentro de la empresa y se dejen de considerar las cuestiones ambientales como simple tramitología. Lo antes dicho, se evidencia en las últimas estadísticas del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (2016), las cuales demuestran que del total de empresas encuestadas, más del 80% no contaba con ningún tipo de permiso ambiental, así como de todas las personas (1’000.213) que laboraban en ellas, solo el 0,77% (7.709) se dedicaba a realizar actividades ambientales.

Es importante tener en cuenta que este cambio de visión o de cultura, si así se puede afirmar, no solo debe provenir de los empresarios, sino también por parte de la autoridad, por sus funciones de control, y de la ciudadanía, en su calidad de veedora. De esta forma, todos los participantes, sean directos o indirectos, deben adaptarse a este cambio de reglas, que, pese a que no pueda ser del todo conveniente desde una perspectiva económica, se vuelve indispensable para una correcta convivencia. (O)

*Abogado especialista en temas empresariales y ambientales.