Aunque suene incomprensible e inaceptable, el tiempo pasa más rápido en Quito que en Guayaquil y corre más veloz aún en la cumbre del Chimborazo que en las playas de Chanduy. Quien viva toda su vida en Riobamba envejecerá más que quien viva en Tenguel. El asunto es que no hay un discurrir universal del tiempo, como lo han descubierto los físicos, puesto que no siempre la realidad es lo que parece, como ya aprendimos: el Sol ni sale ni se oculta –está quieto en relación a nosotros– y es nuestro planeta el que rota a 1.700 kilómetros por hora y viaja a la increíble velocidad de 107.000 kilómetros por hora.

En el pasado los saberes estaban integrados: preguntarse por el lenguaje, las emociones, las estrellas, los números, los animales, la lluvia, el Absoluto, etcétera, era interrogar al cosmos. Progresivamente, la especialización del conocimiento nos fue encarrilando por andariveles que muchas veces ya no se integran. Curiosamente, las ciencias físicas hoy se desarrollan en el empeño de volver a subrayar la intercomunicación que existe entre todo lo viviente. Este es el empeño de Carlo Rovelli en su libro El orden del tiempo (Barcelona, Anagrama, 2018), que recoge verdades asombrosas para nuestra engañosa racionalidad.

Es falso que el tiempo transcurra igual para todos y que pueda ser medido por los relojes desde el pasado hacia el futuro. Afirma Rovelli que con relojes de precisión que cuestan mil euros se puede comprobar que un reloj en el suelo va más lento que el que está sobre una mesa. Incluso –Einstein lo había intuido– el tiempo de quien está en movimiento –una persona que trota o camina– va más despacio del que está quieto. ¿Cuál de esos tiempos es el verdadero? “No hay dos tiempos, sino montones de ellos. Un tiempo distinto para cada punto del espacio. No hay un solo tiempo; hay muchísimos”, dice Rovelli.

¿Qué implicaciones tiene este aserto de la física para nuestros desempeños cotidianos? ¿No se quiebra la noción de realidad en todos los órdenes de la vida? ¿Será que para aportar a la comprensión cultural de nuestro país –como las diferencias y semejanzas entre serranos y costeños– hay que incorporar ahora esta noción distinta de la temporalidad? ¿De qué manera nos afecta en el hogar y en el trabajo la idea de que es imposible compartir un presente común? La elasticidad del tiempo –que para un individuo es lentísimo cuando espera o rapidísimo cuando está entretenido– cobra nuevas significaciones.

¿Y cómo asimilar que distinguir entre pasado, presente y futuro es algo indeterminado? Explican los científicos que es así porque el mundo, más que un conjunto de cosas que permanecen en el tiempo, es un conjunto de eventos con una duración limitada: “El mundo está hecho de redes de besos, no de piedras”, señala Rovelli. Por eso el pasado y el futuro no tienen validez universal; ambos son asunto de la perspectiva con que cada cual los entienda, según la experiencia vital y lo que esté sucediendo en ese momento. El acontecer se mide con una perspectiva local y personal. Así el tiempo revela nuestra ignorancia.

(O)