Educar a los hijos más que una tarea o un deber es una misión cada vez más difícil, porque los padres hoy tienen que enfrentar situaciones que nuestros padres, ni nosotros, ya abuelos, vivimos. Cada época presenta sus desafíos, pero los actuales parecen muy complejos y a veces insuperables.

Como profesional he percibido en las zonas marginales mucho miedo por lo que pueda pasarles a los hijos cuando no están dentro de la seguridad del hogar: la tentación de las drogas y el alcohol, de las pandillas juveniles, de la violencia o de las apuestas que los puedan distraer de sus tareas estudiantiles.

Los padres temen que sus hijos no terminen sus estudios, medio de superación al que se aferran: que tengan una profesión y no escatiman esfuerzos o castigos para asegurarles esta oportunidad.

En todos los sectores se percibe algún tipo de miedo porque existen amenazas reales que pueden afectar el desarrollo de los niños y adolescentes, además de las ya mencionadas, como la imposición de la ideología de género en las escuelas y colegios, la cultura del alcohol y de la marihuana, la adicción a los videojuegos y al celular que los aísla de la realidad; el peligro de la pornografía en las redes, la liberalidad sexual y en ocasiones poca necesidad de superación por tener todo lo necesario y más.

Si un papá, una mamá o los dos se dejan dominar por el miedo, su rol de guiar y orientar a sus hijos por los principios morales y valores humanos sufrirá el riesgo de fracasar. Porque el miedo no es un buen amigo de la educación. Es una emoción intensa que puede paralizarnos, inducirnos a la violencia, a las prohibiciones exageradas, al distanciamiento de la prole, a la comunicación de una sola vía, etcétera.

Los hijos perciben el terror que expresan los padres con sus preguntas, sermones y prohibiciones, se inclinan más fácilmente a desobedecer por falta de racionalidad en los argumentos y terminan creyendo “mis papás exageran” y, además, se sienten capaces de enfrentar todo peligro.

¿Qué hacer entonces?

Ante todo ponerse al día en la problemática actual para asumir esta misión con responsabilidad, conciencia, seguridad, afianzando los valores familiares y personales con una actitud abierta a la comunicación de escucha y diálogo con los hijos de todas las edades.

Ejercer la autoridad como un equipo unido sin vacíos o inconsistencias que aún los niños pequeños descubren. Es fundamental estar muy claros en las normas de disciplina para cada etapa y darlas a conocer.

Las normas que no se cumplen deben tener una consecuencia que puede ser motivo de diálogo con los adolescentes para establecerlas, de modo que ellos sepan, de antemano, los riesgos del incumplimiento y asuman sus responsabilidades sin protestar. Esto evitará la rebeldía que produce la improvisación de castigos según el ánimo de los progenitores.

Y no dejar pasar la oportunidad de promover la unión y armonía familiar, generando momentos agradables que perduren para siempre en los recuerdos de todos. (O)