Tarde o temprano debía llegar. Era inevitable que el Gobierno ecuatoriano mostrara un gesto claro de rechazo al régimen autoritario de Maduro. Ha llegado tarde y la decisión no se debió a la causa de fondo. La insolencia del vocero gubernamental venezolano, que trató de mentiroso al presidente Moreno, provocó la reacción de la Cancillería ecuatoriana. La declaración de persona no grata a la embajadora y el llamado a la representante ecuatoriana ante ese país no constituyen una posición crítica y de condena frontal a la violación de los derechos humanos y al desborde de los límites mínimos de la democracia. Solamente en el comunicado de la Secretaría de Comunicación, que recoge alguna declaración hecha por su directivo, hay una toma de posición en ese sentido.

Ciertamente, la decisión del Gobierno nacional no deja de ser un paso importante, sobre todo si se considera la cadena de indefiniciones y errores que arrastró desde su inicio. La gestión de María Fernanda Espinosa (fallida en todas sus acciones, excepto en las que apuntalaban su candidatura a Naciones Unidas) tuvo sus peores expresiones en la relación con las dictaduras de nuevo tipo instauradas en América Latina. Su defensa a los gobiernos de Maduro y Ortega fue totalmente incompatible con el objetivo de reencarrilar la democracia planteado por el Gobierno del que ella formaba parte. Era evidente que había una brecha entre lo que Lenín Moreno pretendía hacer interiormente y lo que la ministra hacía de las fronteras hacia afuera. Su reemplazo era necesario para redefinir la posición del Ecuador en el contexto latinoamericano.

Cuando esa salida se efectivizó, debieron producirse cambios sustanciales. Pero, a pesar de algunos hechos que no pueden ser minimizados, aún no se manifiesta la firmeza que corresponde, como respuesta democrática, a la deriva autoritaria de esos gobiernos. Los ingenuos llamados a consultas populares y a diálogos, así como la exigencia del pasaporte para los migrantes forzados, podían interpretarse como una absoluta falta de comprensión de la situación de ese país. Pero también podían ser la expresión de limitaciones internas que le impedirían al Gobierno ir más allá. La presencia de corazones bolivariano-chavistas en los más altos cargos del país, con la vicepresidenta a la cabeza, sería una explicación posible, aunque dolorosa de aceptar. Eso hablaría de un gobierno limitado por su propio entorno, y con escasas posibilidades de abrir el espacio adecuado para la renovación que impulsa el actual canciller.

Cualquiera que sea la explicación, lo cierto es que permanecer en el limbo es perjudicial para los intereses nacionales. La decisión tomada en esta ocasión, aunque fue estrictamente reactiva, no proactiva y debida a un asunto ajeno a los principios que deben guiar a un gobierno democrático, puede convertirse en una oportunidad. Puede ser aprovechada como el primer paso en la redefinición de la política hacia las dictaduras de nuevo tipo y, por consiguiente, para el reposicionamiento del país en el entorno latinoamericano. La embajadora no es la única ni la más importante persona no grata. Las dictaduras son no gratas. Siempre. (O)