Según las encuestas disponibles al finalizar la semana pasada, el ultraderechista Jair Bolsonaro y el izquierdista Fernando Haddad estarán hoy en el punto de partida para la segunda vuelta electoral en Brasil. Independientemente del resultado final, que según las mismas encuestas sería favorable para Haddad, de este proceso electoral se pueden extraer algunas enseñanzas. La principal de estas es que acertadas políticas económicas y sociales, como fueron las de los gobiernos de Luiz Inácio da Silva y Dilma Rousseff, son insuficientes para resolver problemas estructurales de sociedades tan complejas como las latinoamericanas. Que los niveles de inseguridad se mantengan en tan alto grado como para inducir a que casi un tercio de la población apoye a un fascista, retrógrado y misógino es algo que obliga a mirar a lo más profundo de estas sociedades.

Brasil constituye un excelente caso para el estudio de los efectos de los diversos modelos de desarrollo, y sobre todo para identificar las causas de sus fracasos. De ser uno de los arquetipos de la industrialización por sustitución de importaciones y de desarrollo del mercado interno, pasó por una etapa de neoliberalismo que naufragó en la hiperinflación. Las reformas impulsadas por Fernando Henrique Cardoso, bajo un esquema híbrido, estabilizaron al país, impulsaron el crecimiento económico y abrieron la puerta a los gobiernos de izquierda. Estos no se alejaron de la ortodoxia económica, pero privilegiaron los resultados sociales, como la superación de la pobreza, en los que tuvieron éxitos innegables. La inclusión de Brasil entre los países emergentes daba testimonio de los avances logrados.

Sin embargo, con el paso de los años se comprobó que ese modelo exitoso tenía su talón de Aquiles en la desigualdad. Brasil se encuentra entre los países con mayores distorsiones en la distribución del ingreso en América Latina, que a su vez es el continente más desigual (no el más pobre) del mundo. Como en muchos otros casos, los avances en el combate a la pobreza no condujeron al cierre o la reducción de la brecha de ingresos. Mientras millones de personas salían de la pobreza, unas pocas decenas, o acaso unos cientos, multiplicaban su riqueza en progresión geométrica. Se podrá decir que no hay problema, porque unos y otros ganaron, pero la realidad es otra. Desde los estudios pioneros de la sociología se sabe que las diferencias socioeconómicas se encuentran en las bases de las sociedades desarticuladas e incluso desintegradas. Problemas como la inseguridad, el crimen, la delincuencia en general, no tienen relación con la pobreza, pero sí con la desigualdad. Las brechas sociales impiden construir las identidades colectivas que son indispensables para estructurar sociedades integradas.

La intención de voto por un fascista como Bolsonaro puede obedecer en parte a la insatisfacción con los políticos y la política, e incluso puede ser una manera –explosiva, tremendamente peligrosa y destinada al fracaso– de ponerle freno a la delincuencia. Pero las explicaciones están adentro, en las entrañas de una sociedad compleja, inequitativa y segmentada. A Haddad le corresponderá comenzar una tarea que ocupará a varias generaciones. (O)