Cuando era profesora enseñaba que la palabra “cosa” es una de esas llamadas “palabras baúl” porque sirve para todo, de preferencia al mundo juvenil que desconoce nombres de objetos y acciones, para los cuales hay denominación específica en el amplio acervo del español. Ahora la necesito en su cabal significado: “Lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial concreta, abstracta o virtual”.

La empleo en esta columna para distinguir el pensar del hacer, la teoría de la práctica. Por razones psicológicas que no vienen a cuento, las personas gozamos de preferencias por una u otra vía de tal manera que, pese a la combatida visión dual, podríamos dividirnos entre contemplativos y activos. Sin avizorar qué resortes caracterológicos se empiezan a mover, el asunto es visible en los niños: los que son más quietos extraen diamantes de su imaginación y los insertan en juegos poco bulliciosos, y los que son dinámicos y proactivos corren detrás de bártulos, mueven sus cuerpos todo el tiempo. Se me objetará que ahora todos están paralizados mirando pantallas, y puede ser cierto.

Corro el riesgo al seguirle la línea a la idea de una tempranera preferencia por la acción. Niños aburridos sobre el pupitre, pero diestros utilizadores de herramientas en los talleres; adolescentes con la mirada perdida entre las líneas de una página, pero cuerpos enervados en los campos deportivos. El ideal educativo siempre ha sido el equilibrio, desde Grecia se enseñaba a base de gimnasia y literatura, sin embargo, la teoría de las inteligencias múltiples llegó para darle paso a la destreza primordial de los educandos. Por eso seguimos admitiendo que cierta tendencia especulativa de la personalidad predispone para el pensamiento, mientras las habilidades manuales y corporales inclinan a la acción.

¿Qué pasaría si en el ocaso de la vida tenemos ganas y creamos la oportunidad de cruzar los cables de nuestros hábitos más arraigados, si los teóricos nos ponemos a mover las manos sobre artesanías abordadas a conciencia o si los dinámicos se acogen al esfuerzo descifrador de fórmulas o mensajes lingüísticos? Con los fantasmas de la senilidad o el alzhéimer cercanos, leo las recomendaciones que se popularizan a base de buena voluntad; en consejos simples se orienta a leer tratando de retener lo consumido, de aprender otro idioma, a activar la vida social. Y a los quietos los empujan a largas caminatas, a practicar jardinería y labores de mano, a mirar en el interior de los motores.

El genérico “hacer cosas” invita a sacudir el apoltronamiento. La paradoja radica en vivir a prisa pero siempre sentado en algún lugar, ya sea frente al computador o al volante de un vehículo. Es notorio que se ambiciona atiborrar el día de hechos y voces, y que la mejor fórmula de vida parece ser la que está inundada de ruido. La tendencia a hablar a gritos, a reírse a carcajadas está integrada a la sensación del paso vigoroso del día a día.

Pese a estas ideas, no me sustraigo del desconcierto. Un trasfondo de duda tiñe las mejores intenciones, los más serenos ideales de convivencia. Es el siglo XXI, me digo, la mejor época para vivir… y morir. (O)