Confieso que soy nostalgia, estoy hecho de ella. No es que haya tenido que recurrir a un corte para saberlo, sangrar un líquido cálido y cristalino, quizá del color de una vieja fotografía familiar que se ha vuelto opaca. No he tenido que acudir a los rayos X. Pero es así, lo sé. Qué destino el recordar.

Rememorar los lugares, las personas, los sentimientos, los anhelos y deseos de los momentos. Es hermoso, sí, poder viajar en el tiempo: esto pasó a los catorce, esto a los dieciséis. Y es hermoso hasta que notas que es trágico: esos momentos no volverán jamás. Ya fue, ya pasó, ya no tengo catorce ni dieciséis. Y todo el testimonio, la relativa existencia de ese momento ¿celestial?, ¿perfecto?, vive exclusivamente en mi memoria. Cuando muera, eso se perderá definitivamente. “Eso” que fue como una luz diáfana, un punto de inflexión, un instante que me (y te) llevó a ser quien eres. Entonces, sí, no sé distinguir si es hermoso o trágico, o una inexplicable conjunción de las dos. ¿Cómo vivir así?

Quizá mi pasión por la literatura y la filosofía, si bien ambas realidades son amplísimas, radique en ese ser nostálgico. Querer entender la vida, el paso del tiempo, la amistad, el amor, la belleza. Quizá sea solo eso: entender, aprender a vivir. Decía Sabato que la literatura era la mejor forma de examinar la condición humana; y Godard, que la ficción siempre era para uno mismo: tal vez, efectivamente, solo escribo para eso, para entender. Qué tranquilidad la empatía que genera la literatura, saber que no eres único y tu dolor inédito: “We beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past”, termina Fitzgerald la vida de Gatsby. Y luego esos otros deseos: ¿qué si hubiera actuado de otra manera? Cómo no evocar a Stevens de Los restos del día. Y me meto en la piel de don Diego de Zama y en la de Charles Ryder, y grito a la espera, y grito a los restos de Brideshead para que se erijan nuevamente, que no dejen morir lo que fue vida.

¿Por qué últimamente sueño tanto con lo ido? ¿Por qué no puedo ya escuchar The Eagles sin pensar en las vacaciones de fin de año en la playa, o a Christopher Cross sin recordar el primer amor juvenil? ¿Por qué cuando cierro las pestañas siempre está el mar, yendo y viniendo, callado y sin detenerse, como si no supiera cuánto quiero llorar? Al final de todo, ¿es mejor recodar u olvidar? Aún más, ¿es mejor haber existido que no?

Y son tantas preguntas que se me escapan. ¿Qué lleva a decir a Banville: “El pasado late en mi interior como un segundo corazón”? ¿Por qué recordamos las cosas? ¿Tiene algo que ver la sensibilidad, la belleza, ella tan hermosa y desdichada, áurea y venenosa, necesaria y vertiginosa? Solo me cabe repetir, obviando las preguntas desparramadas en estas líneas, esa cuasi jaculatoria de Yeats: “O Lord, let something remain!” (¡Oh, Señor, deja que algo permanezca!) A lo mejor, esos recuerdos son anhelo de un instante perfecto, de un presente perpetuo. (O)