Uno de los miembros más conspicuos de la banda de asaltantes que nos gobernó la pasada década anda con un grillete desde la semana pasada. Se lo impuso una magistrada de la Corte Nacional, para asegurar su presencia en un juicio que se le está por iniciar por peculado. La suma por la que se lo acusa es ínfima, comparada con la fortuna que él y su hermano hicieron durante los años de la revolución ciudadana. En su caso fue su conexión con la comunicación y el poder político la que lo hizo rico.

Su caso es paradigmático de la cultura de corrupción en la que navegó la revolución ciudadana. El patrón es muy similar. Contratos sin licitación que se asignaban a dedo a empresas de propiedad del mismo funcionario –que es el caso más descarado– o de propiedad de sus cuñados, primos, amantes, choferes, conserjes y hasta excónyuges –que son los casos supuestamente más ingeniosos–. Todo ello encubierto por un manto de legalidad que no resiste el más mínimo escrutinio cuando hay un gramo de decencia y de ética.

Los agujeros que tiene nuestro régimen de contratación pública, y que es por donde corren las fétidas aguas de la corrupción, son impresionantes. Son impresionantes por su descaro, por su clara invitación a delinquir. Solo una banda de mafiosos pudo haber creado un régimen legal como ese. Lo único que ha cambiado –y que no es poco, ciertamente– es que la justicia penal hoy está dando algunas señales de que está despertándose de su largo y vergonzoso sueño de una década. Pero es un despertar lento, con serias limitaciones tanto legales como institucionales.

Por ello es que se imponen al menos dos decisiones. La una es aprobar una gran reforma al régimen de contratación del sector público. Luego de una década de saqueo no es difícil saber cómo cerrar los agujeros que facilitan la transferencia ilegítima de recursos públicos a bolsillos privados. Desde la modalidad de Swiss Challenge hasta otras similares, todas ellas deben ser eliminadas. Habría que establecer códigos de conducta para los altos funcionarios del sector público (y su círculo íntimo), revelación de sus conflictos de intereses, y otras seguridades que han sido adoptadas en otros países. Las reglas federales de los Estados Unidos sobre esta materia pueden ayudarnos.

El otro paso es el de celebrar con el secretario general de las Naciones Unidas un convenio para la creación en el Ecuador de una comisión internacional para combatir la corrupción similar a la de Guatemala. El planteamiento no es nuevo. Venimos insistiendo en ello varios meses, y lo han hecho otros. Entendemos la renuencia –inclusive de buena fe de algunos– para dar este paso. No es necesario reforma constitucional alguna, lo que se necesita es un reconocimiento sincero de nuestras limitaciones para enfrentar un fenómeno tan complicado como es el de la delincuencia organizada y sus vínculos con el Estado.

Y, claro, lo que también se necesita es voluntad política. (O)