“Prefiero verla tras las ramas de un árbol que en el Gobierno”, manifestó en el 2013 Anne-Sophie Leclère, candidata a elecciones municipales del partido Frente Nacional, refiriéndose a Christiane Taubira de ascendencia guyanesa, ministra de Justicia de Francia en aquel entonces. Ese mismo año, el senador italiano Roberto Calderoli calificó de orangután a Cécile Kyenge, ministra de Integración de Italia, originaria del Congo. Tras los disturbios parisinos del 2005 Alain Finkielkraut cuestionaba una selección gala plagada de black-black-black. Jean-Marie Le Pen, líder del partido mencionado, reclamaba por “tantos jugadores de color” en los Bleus del Mundial 2006, porque no representaban del todo a su sociedad. Opiniones reprobadas y algunas sancionadas. El reciente Mundial futbolero reavivó el debate sobre migración, racismo y xenofobia. La selección ganadora confrontó discursos exitistas “eurocéntricos” versus relativización del origen de varios protagonistas, evidencia de una colonialidad atada a la modernidad usando lo racial según conveniencias, como responde Trevor Noah, presentador del Daily Show, al embajador francés en Estados Unidos, Gérard Araud, quien protestara ante un supuesto intento de ‘africanizar’ la identidad del campeón.

La esférica conectó cicatrices históricas a un dicótomo discurso inexistente si Japón, Nigeria o Senegal ganaban la copa. Pero triunfó el plantel de mayor visibilidad colonial europea donde la inclusión étnica es resistida, aunque más aceptada en lo deportivo. Piel negra exitosa cotizada sobre dermis rematada en mercados libios; varada en el mediterráneo; enfrentando vallas fronterizas, racismo, xenofobia, aporofobia; gritos de gol atragantados con pasión y odio al color, al origen y la pobreza, en pleno Decenio Internacional Afrodescendiente (2015-2024) proclamado por la Organización de las Naciones Unidas para reivindicar una ‘Justicia, Reconocimiento y Desarrollo’ esquivos. La migración enfrenta aprovechamiento económico y oposición político-social, incluso de inmigrantes asimilados. Tony Iwobi, primer senador afroeuropeo de Italia por un partido xenófobo, apoya leyes antiinmigrantes bajo argumento de seguridad para evitar más aventuras de “ilegales”. Se plantean regularizaciones, subsidios, frenos, expulsiones masivas; recrudece la violencia.

Imposible camuflar la ascendencia. Los colores confluyen hacia la Eva mitocondrial “pariendo” toda la humanidad. La pelota retrotrajo la jugada a tiempos de trata, saqueos, pueblos condenados a miseria. Desesperados buscan fronteras europeas. Nacionalistas trasnochados tiemblan con el espectro de Richard Kalergi “exterminándoles la raza” con inmigrantes indeseados, como Daisy Osakue, atleta italiana de raíz nigeriana atacada hace poco por presuntos racistas. Muchos futbolistas afrodescendientes labran su éxito entre lágrimas y desprecio. Algunos adquieren riqueza, fama, pero no respeto. Lo saben Mario Balotelli, Paul Pogba, Raheem Sterling, Dani Alves, Ronaldinho, Eto’o, entre otros.

“¡Somos franceses!” exclaman los aludidos campeones. La nacionalidad no se discute, sino ese intento de invisibilizar una negritud evidente en heridas existenciales difíciles de sanar. Ex metrópolis europeas no pueden desligarse del presente de algunas excolonias, traducido en hambre, guerra, desesperación. Los futbolistas no pueden evadir su origen. Ojalá el trofeo en manos multicolores, decretos gubernamentales, campañas de la FIFA condenando odios étnicos detengan la discriminación en escenarios deportivos, políticos u otros, y fulmine esa estupidez racista de aceptar a los negros únicamente sobre las ramas de un árbol. (O)