Era inevitable que en algún momento se produjera un incidente como el que protagonizaron el periodista Cueva y el expresidente Correa. Desde el momento en que este último dejó su cargo, se abrió la oportunidad para que cualquier persona pudiera vengar directa y personalmente las afrentas recibidas. Siendo esas agresiones de palabra y de obra, era esperable que la reacción asumiera las mismas características. De palabra y de obra actuó el periodista, como se ve en el vídeo que ha circulado profusamente. De palabra, porque lo increpa y se saca el clavo que debe haberle dolido por largos años. De obra, porque le persigue, le atosiga hasta lograr la reacción –también de obra pero por mano ajena– de quien durante diez años ostentó orgullosamente el título de macho alfa en su propio gallinero.

Pero, poniendo los hechos en su contexto, se concluye que este no es el caso aislado de ese periodista. Es un hecho político, aunque sea bochornoso y ninguna de las dos partes ofrezca algo positivo. El uno, cubriendo con la labor periodística su encono personal que, por comprensible y justificado, debió presentarlo abiertamente. El otro, huyendo de la bronca callejera a la que tanto convocó cuando sabía que los anillos de seguridad la impedirían. Es un hecho político porque se originó en palabras y obras de una persona que ocupaba el más alto cargo público del país, y estaban dirigidas a otra que tenía funciones de responsabilidad en la construcción de lo que se conoce como opinión pública. Otra cosa es que la manera de abordar ese problema por parte del uno y de responder por parte del otro no se ajuste a lo que se espera de quienes son figuras públicas.

La historia nacional y mundial está llena de episodios como este. Es la vieja costumbre de llevar las disputas políticas al plano personal y creer que allí pueden zanjarse adecuadamente. Pero, en este caso, hay un elemento adicional que lo hace más comprensible, y es que durante todo un decenio la política fue manejada en términos estrictamente personalistas. La concentración de todas las decisiones en las manos del líder tenía como complemento indisociable la catarata de insultos y calificativos denigrantes con los que se refería a los opositores y a quienes mostraban el más mínimo desacuerdo. Si la política nacional ya se caracterizaba por el bajo nivel del debate, durante esos años cayó a un pozo putrefacto del que costará mucho salir, como lo comprueba el episodio de Bélgica.

Sí, era inevitable y todo lleva a pensar que vendrán otros incidentes similares, porque medio millar de sabatinas y centenas de acciones arbitrarias no se borran, aunque haya un océano entre medio. Él mismo debió estar consciente de eso cuando contrató al equipo de guardaespaldas, que resulta insólito para un expresidente ecuatoriano. Las palabras y las obras, cuando son lanzadas como armas de ataque personal, no caen en el vacío. El resultado es una situación como esa, tan burda como una sabatina pero sin público protector.(O)