Te arrastras hasta la cama tras haberle dado el pecho, cambiado el pañal, acunado durante cuarenta minutos paseando en círculos bajo la penumbra de la madrugada. A punto de quedarte dormida, rendida bajo el peso acogedor del agotamiento, oyes esos ruiditos de pájaro que anuncian que acaba de despertarse… otra vez. Y otra vez. Y otra vez. En algún momento te duermes con la niña atravesada sobre el vientre y ambas despiertan sudando en este verano de sol inclemente y calles vacías. La mañana se convierte en un círculo vicioso entre el rincón donde das de lactar y la cómoda donde le cambias los pañales. Cuando al fin duerme, corres a prepararte tu café del día. Te brillan los ojos cuando lo escuchas surgir del tubillo de metal, y ya estás calentando la leche en la olla roja con lunares blancos, ya abriste el periódico, el libro, el cuaderno de notas sobre la mesa de la cocina junto a la ventana donde el abedul sacude sus hojas con la brisa… cuando la escuchas: esos gemidos guturales preámbulos del alarido. Esta vez la despertó un gas, más tarde será un pañal lleno de esa sustancia amarilla que va tomándose día a día todos los trapos y ropas que se van acumulando en un canasto al que ya nunca más le ganarás la partida.

A las cinco de la tarde tu almuerzo sigue allí, a medio comer: los tallarines resecos, los tomates ya demasiado blandos, las virutas de queso tiesas. Y tienes tanta hambre que intentas comer con una mano mientras meces a la niña con la otra hasta que te llenas la falda de manchas que se suman a las de leche y babas fluyendo de su boca. Esa leche que te ha costado sangre y lágrimas. En las primeras semanas se te han lastimado tanto los pezones que una noche la niña bebió sangre. Al amanecer entraste en pánico al ver una sombra roja en sus sábanas, hasta que la voz sabia de la doula te tranquiliza: no eres la primera ni serás la última madre a quien su recién nacido haya vampirizado.

... Y te preguntas, finalmente, por qué el mundo es tan extraño y contradictorio, por qué en países sin esos privilegios, donde ser madre es infinitamente duro, casi un acto de heroísmo o santidad, es justamente donde las mujeres tienen más hijos, queriendo o sin querer.

A veces sales corriendo de casa a cualquier hora del día con la niña atada al cuerpo, las lágrimas y las ojeras escondidas tras las gafas de sol. En la calle o el parque dejará de llorar, o llorará más, nunca se sabe. Los pocos vecinos que todavía no se han ido de vacaciones o acaban de volver te mirarán con pena, o con ojos acusadores. Te consuelas mirándote los pies, ese pedicura dorado que te hiciste ayer tras un baño de espuma, en las gloriosas dos horas que te concediera la niña.

Te preguntas cómo hacen todas esas madres que no tienen, como tú, el privilegio de un compañero que cocine y lave los platos, que haga las compras y saque la basura tres veces al día, un compañero que te abrace cuando a medianoche lloras de cansancio, que te masajee los pies con agradecimiento infinito, que te mire con amor mientras das el pecho (y es a la luz de su mirada que en lugar de sentirte como una vaca te imaginas ser una escultura barroca echando agua por los senos, fuente de vida en medio de un jardín de flores).

Te preguntas cómo sobreviven esas madres solas en casa con cuatro pequeños. Si tú, con tu hija de diez años que te trae agua cuando mueres de sed, que se entretiene sola dibujando y leyendo, sientes que has llegado al límite de tus fuerzas. Y te preguntas (y si ya las preguntas empiezan a resultar dolorosas, ni hablar de las respuestas) qué sienten todas las madres que no tienen suficiente comida para ellas y sus hijos, las que no tienen una cama blanda sobre la que caer rendidas a la madrugada, una voz sabia que calme su angustia, un profesional que sane a sus hijos si enferman, un compañero, un cómplice, un amante y amigo incondicional.

Cómo hacen las que no tienen a alguien que gane dinero mientras ellas trabajan a tiempo completo sin salario, las que no gozan de privilegios como los 194 euros mensuales que Alemania regala a los niños (hasta los 18 años o más) solo por existir, o los 12 meses de baja materna o paterna (si son ambos quienes se turnan en la crianza, entonces 14 meses) pagados, durante los cuales siguen percibiendo entre el 65 y el 100 por ciento de sus salarios, o las ayudas sociales para discapacitados, desempleados, estudiantes y madres solteras. Y te preguntas, finalmente, por qué el mundo es tan extraño y contradictorio, por qué en países sin esos privilegios, donde ser madre es infinitamente duro, casi un acto de heroísmo o santidad, es justamente donde las mujeres tienen más hijos, queriendo o sin querer.(O)