El consumo de drogas genera lo que los economistas llaman externalidades. El costo de consumir drogas no lo asume solamente el consumidor, sino que también es asumido por terceros no consumidores. Las drogas inhabilitan al consumidor para trabajar y lo vuelven incapaz de producir y generar valor a la sociedad. Las drogas cuestan dinero y, ante la imposibilidad de obtener ingresos en un trabajo legítimo, el consumidor debe cometer crímenes contra la propiedad de otros.

La respuesta intuitiva ante este problema es la de penalizar la venta de drogas. La idea es que es relativamente fácil localizar a los oferentes, prohibirles que vendan y, con eso, disminuir el consumo y sus efectos perjudiciales. Esta es la lógica del war on drugs declarada por el presidente Nixon en 1971. El hecho de que hayan pasado más de cuarenta años, que se hayan gastado miles de millones de dólares (hay quien estima que los Estados Unidos gasta más de 88.000 millones de dólares al año en la guerra contra las drogas), y que, sin embargo, el consumo de drogas haya aumentado junto con varios de sus efectos negativos, levanta la pregunta sobre si la penalización es la respuesta correcta al problema.

En realidad, la penalización de drogas parece agravar el problema más que solucionarlo. Con respecto a los consumidores, la penalización agrava el problema en, al menos, dos formas. Primero, la penalización aumenta el costo de las drogas porque genera escasez y crea costos asociados con traficar ilegalmente. Este aumento del costo, a su vez, produce la necesidad en los consumidores de obtener más ingresos cometiendo más crímenes. Segundo, la penalización incentiva la creación de drogas más dañinas. Como las drogas no pueden consumirse públicamente, el consumidor necesita una droga con la mayor potencia narcótica, para consumirla en una ocasión en vez de varias, y en el menor tamaño, para poder trasladarla sin ser detectado. Así, las drogas populares son las que, como la cocaína, concentran el mayor daño a la salud en el menor espacio posible.

Pero, sin duda, el peor de los problemas de la penalización de drogas viene por el lado de la oferta. La penalización hace que los comerciantes de drogas no puedan hacer respetar sus acuerdos acudiendo a un juez o utilizando las vías estatales. Entre los narcotraficantes no hay leyes que vuelvan exigibles los contratos o que controlen la competencia desleal. Esta situación genera la necesidad de vías alternativas de coacción. Los oferentes acuden a la violencia para hacer respetar sus contratos y para asegurar los mercados. La muerte, los secuestros y las bombas son, en buena medida, la consecuencia de que el negocio de las drogas sea ilegal.

La pregunta es válida: ¿Hasta qué punto prohibir la venta de drogas genera más beneficios que costos? Aunque el consumo de drogas es un problema, puede que la penalización sea un problema mayor. Despenalizar, regular, imponer impuestos y hacer campañas contra el consumo pudiera ser una mejor opción. (O)

* Profesor de Derecho.