Por varias lejanas causas en la grande provincia de Los Ríos, Ecuador, muy pocos sacerdotes, religiosas y apóstoles laicos de la Iglesia católica mantenían la mecha humeante de la fe cristiana.

Escribo en memoria de Víctor, recordando servicios del Grupo Misionero Vasco. El servicio de Víctor en Ecuador es inseparable del de los misioneros vascos.

El gran papa Pío XII pidió a la Iglesia en el Pueblo Vasco, presidida entonces por el obispo de Vitoria, que envíe a un grupo de misioneros a Ecuador, a la provincia de Los Ríos. Pronto el Grupo Misionero Vasco aceptó servir también en sectores de otras dos provincias de la Costa, Los Ríos y Manabí, y en lugares a los que fueron invitados ocasionalmente para servicios específicos.

Señalo algunos aportes de los misioneros vascos: el aliento a un servicio pastoral planificado en algunas diócesis; el apoyo a la formación de apóstoles seglares. Su desprendimiento personal de bienes eclesiales: los cuidaron y acrecieron como propios, los usaron para servir. Evangelizaron también con obras de arte inspiradas en la cultura manabita. Están colaborando desde su país en recuperar obras artísticas destruidas por el terremoto, como el mosaico en la fachada del templo de Pedernales.

Los vascos (y no se enojen) tienen la cerviz dura; sin querer queriendo, tienden a imponer. No descubrí en Víctor esta tendencia: la tenía controlada.

Los vascos, también, porque son muy celosos de su identidad, se esforzaban no solo en valorarla, sino también en que los ecuatorianos valoremos nuestra identidad, nuestro color en el arcoíris de la Iglesia.

Ellos y yo nos esforzábamos; no siempre lo logramos, porque en momentos no actuamos con la madurez que exige el cuidado de la identidad del otro. Recuerdo como la discusión más honda, la más acalorada, la realizada en Bahía con integrantes del Grupo Misionero Vasco: sacerdotes, religiosas, laicos. Enfriado el calor de la discusión, se afianzó la fraterna relación, porque no buscamos “salir con lo nuestro”, sino con lo que todos –obispo y misioneros– buscamos, la maduración de la Iglesia en Manabí. La logramos, también, porque hablando de frente nos comprendimos.

En este contexto se destaca la personalidad de Víctor Garaygordóbil. Alentó y mantuvo la unidad del grupo de misioneros vascos; clarificó la especificidad de su aporte, la del crecimiento de la identidad propia de la Iglesia en Ecuador; y supo alentar a una Iglesia que trabaja por la justicia. Los vascos se esforzaron en actuar como misioneros, no como colonizadores. También por su conducta respetuosa, aun en la crítica, su voz era recibida y valorada.

Víctor, como el paradigmático Benedicto XVI, dejó el cayado de pastor a Jesús Martínez, puente episcopal entre vascos y ecuatorianos, y se retiró a Urquiola, conservando el aprecio de pastores y fieles en Ecuador. Cuando celebramos con él en plena lucidez sus 100 años de vida, obispos ecuatorianos unimos en Urquiola nuestra acción de gracias a Dios por Víctor, de quien recibimos testimonio de amor a Cristo y a la Iglesia. Participó en su funeral en Urquiola Jesús Sádaba, obispo emérito de Aguarico, Coca.

(O)