Dicen los sociólogos en últimos estudios que el máximo tamaño “natural” de un grupo unido por la comunicación personal es de unos 150 individuos, más allá de esa cantidad no podemos conocernos íntimamente ni intercambiar –“chismorrear”– con ellos.

Vale el dato para echarle un vistazo a nuestra habitual sociabilidad. Nos vamos moviendo en grupos a lo largo de la vida y de nuestro aprendizaje a interactuar depende buena parte del futuro. La timidez, la inseguridad y peor, la misantropía, menguan el modelo de éxito que se nos ha instalado en la conciencia, a partir del mandato a liderar, a trabajar en equipo, a enriquecer la lista de los compañeros del camino.

Pero el dato sociológico apunta a aquellos con quienes podemos “chismorrear” (otra teoría atractiva que no frivoliza la comunicación sino que la hace accesible: consiste en la superación de los mensajes fijos –los de los animales– y en la integración de la faceta subjetiva de ellos, es decir, sentimientos, pareceres, opiniones). En este aspecto radica el intercambio humano a través del lenguaje, y pese a que por contar con esta capacidad se nos abrieron vías con gran número de iguales, el verdadero contacto está calculado en más o menos 150 personas.

Valdría precisar quiénes son esas 150, pero es fácil deducirlo. El círculo familiar, el primero de la vida, centra la atención y la confianza básicas para fundamentar la conversación y las expresiones de lo más íntimo (aunque no caben idealizaciones, muchas veces, un ambiente de descalificación, imposiciones y amenazas anula el testimonio de verdades propias). Los diferentes ambientes escolares van integrando individuos a un círculo íntimo en el cual las afinidades y los compañerismos crean lazos invisibles que a veces por solidaridad y hasta por complicidad, tejen una red sostenedora en nuestro torno.

La movilidad laboral y el estilo de trabajo nos exigen ampliar la red de lo personal y hasta entrar en colaboración con seres disímiles y antagónicos. No hay cómo cambiarlo. Nuestra capacidad de interactuar es prueba de haber ganado en otra clase de sociabilidad. Las empresas multidiversas, que agrupan gente como panales detrás de metas o consignas corporativas son el rostro de las sociedades de hoy, donde puede uno moverse dentro de multitudes en la más completa soledad.

Pienso en las existencias de quienes trabajan cruzando países y mares, en gente como los artistas que se reparten entre públicos masivos, obligados a gritarles que los aman, que les son significativos, sin poder retener de ellos ni un rostro, ni una palabra. Veo a los políticos, que en tiempos de campaña tocan puertas y besan caritas de niños para recoger el voto que los lleve al poder, forzados a hablar de esa entelequia que es el pueblo. ¿Acaso no participa también de carácter evanescente la palabra prójimo?

Inclinada a aceptar que no me queda más que ponerle rostro y apellido a mis 150 congéneres, aspiro a ser un vínculo claro, una bisagra engrasada, una respuesta idónea para ellos. Y que los demás amplíen mi círculo por el enorme hecho de participar de verdades comunes. Eso es otra cosa. (O)