El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social de transición tiene el objetivo inmediato de designar a varias autoridades del Estado, para cuyo efecto y de acuerdo a lo señalado por uno de sus integrantes, se procederá a analizar “las condiciones elementales que garanticen que la persona (que postule un cargo) sea idónea, para evitar que nos pasen las cosas que nos pasaron en el pasado”. En ese sentido, resulta elemental esperar que el Consejo tenga definidas las “cosas que nos pasaron en el pasado”, para así definir el perfil que se deba evitar al momento de las diversas designación.

Como debería ser habitual en todo proceso de designación de autoridades, la idoneidad, es decir, la “capacidad, habilidad, aptitud, competencia y disposición de una persona para el ejercicio de una tarea dada”, sumada a la transparencia, constituyen virtudes esenciales que deberán precisarse de forma clara e inobjetable en los candidatos a ser evaluados, tarea que no admite confusiones ni imprecisiones. Sin perjuicio de ello, resulta imprescindible que en estos procesos y más allá de la revisión exhaustiva que demanda el análisis de la idoneidad y transparencia, los miembros del Consejo realicen un esfuerzo adicional en la evaluación, tratando de intuir o anticipar la posibilidad de que algunos de los nominados adquieran (de forma penosa) el nivel de lacayo en el evento de que fuere efectivamente designado.

La idoneidad, es decir, la “capacidad, habilidad, aptitud, competencia y disposición de una persona para el ejercicio de una tarea dada”, sumada a la transparencia, constituyen virtudes esenciales que deberán precisarse de forma clara e inobjetable en los candidatos a ser evaluados.

En otras palabras, lo que se pide al Consejo de transición es que de forma terminante excluya a cualquier candidato si se presume que podría convertirse en un mero lacayo del gobernante de turno, entendiendo como tal al individuo “rastrero e indigno, capaz de rebajarse para estar cerca de alguien poderoso y así complacerlo”. La autoridad lacaya deja a un lado principios y normas para convertirse en un simple peón de las peores arbitrariedades y desquicios, existiendo innumerables ejemplos de esa categoría de funcionarios que pulularon en los años de la denominada Revolución Ciudadana; hay quienes sugieren como ejemplo claro de lo citado el caso del recientemente destituido superintendente de Comunicación, quien convirtió a dicha entidad en instrumento arbitrario al servicio del poder.

Resulta obvio que nadie está en capacidad de asegurar que un candidato con una aceptable hoja de vida adquiera, de forma súbita e impensada, hábitos propios de lacayo, sin embargo, la experiencia de los últimos años arroja contundentes lecciones e indicios de los perfiles no deseados. “Las cosas que nos pasaron en el pasado” no tienen por qué volver a ocurrir a no ser que lo que se pretenda es convertir al lacayismo en nueva costumbre nacional. (O)