Quería dedicarle estas líneas al pintor contemporáneo Anselm Kiefer, pero terminaré hablando de George Grosz, otro pintor alemán, nacido mucho antes, en 1893. Kiefer nació en 1945 y ahora mismo debe estar preparando alguna exposición de las tantas que hace por todo el mundo. Grosz, en cambio, murió en 1959 y está enterrado en el Friedhof Heerstrasse, al oeste de Berlín. Quizá lo mejor es hablar de Grosz para llegar a Kiefer. Pero antes tengo que dar una explicación.
Nunca había visto una obra de Anselm Kiefer. Vista en persona, quiero decir, no en reproducción. Me intrigaba este pintor alemán que probablemente, junto a George Richter y la más joven Jutta Koether, son tres de los artistas alemanes contemporáneos más importantes. Kiefer fue discípulo de Joseph Boys en la escuela de arte de Dusseldorf. Nacido después de la Segunda Guerra Mundial, no ha querido olvidar en su obra el horror de la guerra y las mitologías nacionalistas que tanto daño hicieron a su país y al mundo. Su obra reinterpreta varios íconos de esa época, desde el saludo nazi hasta la interpretación de un poema de Paul Celan. Uno de sus cuadros, Innenraum, de 1981, se expone en el museo Stedelijk de Ámsterdam. En este cuadro de gran formato se reproduce el interior (“innenraum” en alemán) de la monumental sala de los mosaicos de la Cancillería del Reich, diseñada por Albert Speer, fiel y ambiguo arquitecto de Hitler. Kiefer quería descomponer y corroer esa pretensión nacionalista que tuvo el fascismo, tanto alemán como italiano, de considerarse la continuación épica de las grandes civilizaciones griegas y romanas, con un arte arquitectónico descomunal, de horizontes rígidos y regulares, que connotara, como observa el crítico de arte Mathew Biro, tanto autoridad como disciplina, orden y permanencia.
Ese cuadro de Kiefer era el que yo quería ver en el Stedelijk, el museo de arte contemporáneo de Ámsterdam que nunca había visitado y que ha sido una revelación. La selección de obras es precisa, sin abundar, y con posibilidades aleatorias de recorrido. Yo que pensaba que llegaría rápido al cuadro de Kiefer, tardé dos horas. Y es mejor así, con el arte jamás se debe correr. En el camino me encontré una obra de Grosz, El agitador, de 1928. Mientras que Kiefer ha trabajado sobre la posguerra nazi, Grosz vivió la experiencia de la Primera Guerra Mundial. Su obra, fuertemente marcada por la caricatura y el color, también fue una crítica al poder de su tiempo, en su caso el ascenso nazi. El agitador, que en la información del museo añade en alemán la expresión, De volskmenner (El cabecilla popular), muestra a un hombre caricaturesco en medio de un grupo de rostros que lo observan a su alrededor, en la mitad inferior del cuadro. El agitador tiene la lengua (blanca) afuera, el ceño fruncido, la mirada desorbitada, alza los brazos sosteniendo una cachiporra y un altavoz, y en el otro brazo una especie de bandera o hacha. En el nudo de la corbata tiene la cruz gamada de los nazis y en la solapa del abrigo un corazón con los colores del antiguo Imperio Alemán. A su lado hay un tambor con dos baquetas. Los rostros que lo observan se podrían dividir en dos grupos: el de la izquierda, de colores grises y pálidos, están asombrados y perplejos, como a la expectativa, parecen banqueros judíos, y algunos a continuación hasta aplauden al agitador. Los de la derecha, viejos, arrugados y perversos, están gozosos de avaricia (hasta un payaso observa al agitador). En la parte superior izquierda hay una opresiva bota militar. Lo interesante es que los colores están como en gradación, el mismo agitador tiene un abrigo que varía de un color a otro, sugiriendo indefinición, ningún color preciso. Solo es padre e hijo de su propia furia.
Me bastó ver al agitador y de inmediato recordar a tantos otros agitadores de rostro exasperado. No sé por qué pensé, al mismo tiempo, en Trump, en Kim Jong-un, en las patéticas furibundas del expresidente ecuatoriano, Correa, y también en la concitación y ganas de llamar la atención de Carles Puigdemont, el expresidente catalán. Todos decían y dicen y vociferan que buscan un país mejor en cada caso, y muchos de ellos con pretensiones de orden y grandiosidad. Eso quiso pintar Grosz sobre el ascenso nazi, cuando todavía nadie imaginaba lo que iba a ser el monstruo de Hitler.
Ahora sí puedo llegar a Kiefer.
Innenraum representa lo que viene después. El sueño de orden y perfección, al que Speer le daría esa monumentalidad geométrica, Kiefer la muestra en descomposición. La Cancillería del Reich, donde estaba la sala de los mosaicos, fue destruida cuando cayó Berlín. Kiefer quiere que no se la olvide, y la revela corroída, descompuesta, chorreante, afantasmada. No hay nadie en el cuadro. No puede haber nadie. Todos han muerto luego del delirio nacionalista y populista.
Tengo una manía de acercarme mucho a los cuadros. Es como si quiera seguir el instante mismo en el que el pintor dio un giro a su mano, hizo más presión o fue leve con el pincel o la espátula. Innenraum es un viaje de relieves. En la parte derecha hay una rotura. Supongo que Kiefer la hizo. En cualquier caso allí está, como una voluta sombría que se abre evidenciando el reverso. La perspectiva y la geometría y la razón no pueden resistir a la entropía, parece sugerir el cuadro. Debemos andar alertas cuando vienen agitadores mesiánicos y sueños nacionalistas que terminan en pesadilla y, ahora en el siglo XXI, en parodias. Grosz era una advertencia. Kiefer, una constatación.
(O)